martes, 25 de junio de 2013

LA CULTURA POLÍTICA AUTORITARIA DOMINICANA



Así, pues, para entender la cultura política de una nación debemos tener un
entendimiento general de su identidad cultural. En la cultura dominicana encontramos tres referentes básicos, a saber: indígena, español y africano. El referente indígena de la
cultura dominicana apenas sobrevive hoy día y está relacionado comúnmente con nombres de alimentos, lugares y
artefactos arqueológicos. Cuando llegaron los españoles al
Caribe, la Isla Española, así llamada por Cristóbal Colón,
era la más poblada en la región. Sin embargo, el proceso de
conquista produjo la casi total eliminación de la población
aborigen en menos de 50 años de colonización. En verdad,
lo que quedó de la cultura indígena se asimiló a la cultura
de los esclavos africanos que laboraban en las fincas azucareras del siglo XVI. Estos dos referentes culturales se fusionaron para conformar la versión criolla de la cultura
afro-indígena, la cual eventualmente se convirtió en lo que
denominamos la cultura criolla africana. En relación al tercer referente de la cultura dominicana, la historiografía tradicional dominicana plantea que el referente cultural español
ha sido el factor más importante desde la colonia hasta
nuestros días. Para esta historiografía, la lengua, la religión y
la raza nos ayudan a explicar el predominio de los elementos hispánicos. El primero de estos elementos es verdadero, pero el segundo es controversial debido a la recepción
sincrética de la religión cristiana en el Caribe. El tercer elemento es falso tanto para el periodo colonial como para el
siglo XIX y XX. De 1550 a 1580 había 30,000 esclavos africanos en la colonia de Santo Domingo. El censo del gobernador español Osorio informa que en 1606 los negros esclavos
constituían la mayoría de la población.
. A partir del siglo
XXII, los negros se convirtieron en una minoría porque la
colonia fue prácticamente abandonada por la Corona Española.

En cuanto a Santo Domingo, en nuestros análisis y narraciones políticas, los historiadores pocas veces recordamos que colonia española de Santo Domingo (así como otras colonias latinoamericanas) fue normalmente gobernada por un personaje que concentraba en sus manos todos los poderes del Estado. Algo parecido ocurrió en las demás colonias hispanoamericanas en donde el gobernador, el capitán general o el virrey, según el caso, ejercían el poder político y militar de manera casi absoluta.
El Gobernador de Santo Domingo no sólo ejercía el poder político, sino que era, al mismo tiempo, Presidente la Real Audiencia y, por lo tanto, controlaba el poder judicial, concomitantemente con su posición de Capitán General de la isla que lo convertía en jefe militar supremo de la colonia.
El Capitán General de Santo Domingo ejercía también un poder incuestionable sobre la Iglesia Católica en virtud del Derecho de Patronato. La monarquía española hacía uso absoluto de este derecho y lo transmitía a los virreyes y capitanes generales en toda América hispana.
Así tenemos que los cuatro poderes principales: el político, el judicial, el militar y el eclesiástico estuvieron concentrados en una sola persona durante los primeros 330 de los 515 años de historia del pueblo dominicano.
Sin embargo, fueron los mulatos y no los blancos,
los que se convirtieron en la mayoría de la población. Así,
pues, el referente cultural español y, por tanto, el ethos
mediterráneo, se adaptaron a las nuevas circunstancias culturales del Caribe. Debemos subrayar que en este proceso
el referente cultural español se hizo criollo en un contexto
de práctico abandono y aislamiento por parte de la Corona. Estas circunstancias históricas empezaron a dar un matiz especial a la cultura dominicana que, con el tiempo, se
aparta de la cultura española para pasar a constituir las
culturas criollas dominicanas.


Los criollos hispánicos dominaban política y económicamente la colonia de Santo Domingo. Este dominio les
permitió imponer su cultura como la cultura dominante.
Mientras tanto, la identidad criolla africana quedó subordinada a lo criollo español y, como tal, recibió una fuerte
influencia cultural y política de éste. De modo que, a pesar
de su importante presencia durante la época colonial y posteriormente, el aporte económico, cultural y social de los
criollos africanos ha sido dejado en el olvido por parte de
los historiadores tradicionales. Esta exclusión ha dado como
resultado una situación contradictoria para la mayoría de
los dominicanos, pues “hemos llegado a la constitución de
nuestra cultura nacional careciendo de una verdadera identidad cultural, debido a que la homogenización sólo se ha
logrado a un nivel oficial, marginando a una buena parte de
la población, condenada a no encontrarse con ella misma,
plenamente”

. La definición de la cultura criolla dominicana
ha sido identificada con el proyecto nacional de la clase
dominante. Esta clase niega las prácticas culturales de la
mayoría de la población y presenta su cultura como algo
extraño a la cultura criolla dominicana.

Esta dominación cultural prepara las condiciones para
el desarrollo de un modelo político autoritario que condiciona la conducta política de la población. En este sentido,
vemos cómo elementos culturales y raciales se combinan
para nutrir el desarrollo de una cultura política autoritaria.
En otro apartado, más adelante, veremos la manera en que
elementos socio-económicos, políticos y sociales complementan los factores que nutren el desarrollo de una cultura política autoritaria. Este enfoque se aparta del citado
enfoque de Howard Wiarda.


La reinserción de la sociedad dominicana en la econo-
 mía internacional vía la emigración y el turismo tiene unimpacto importante en la cultura dominicana. La dinámica
de la circulación migratoria empieza a dar signos de desafío
a la interpretación oficial de la cultura criolla dominicana. El
rechazo racista con el que los dominicanos se enfrentan en
Estados Unidos ha conducido a que muchos reevalúen su
identidad racial. Los mulatos dominicanos podrían pasar
como blancos en la sociedad dominicana, pero en Estados
Unidos, donde existe una concepción binaria de lo racial
–para los norteamericanos sólo hay blancos y negros–, a
un mulato se le considera como a un negro. Las diferentes
tonalidades que designan la identificación racial en nuestro
país carecen de sentido en el extranjero (indio claro, oscuro, indiecito, indio canela, etc.). No obstante, aún no sabemos el alcance del impacto de esta nueva experiencia, pues
no se han hecho estudios para determinar la auto-percepción racial de los dominicanos que residen en el exterior.
De todas maneras, las narraciones de los emigrantes de
retorno y la constante exposición a los turistas europeos,
canadienses, estadounidenses, etc., está causando un impacto importantísimo en lo social, cultural y económico.
Si bien es cierto que la migración y el turismo tienen impacto en la auto-percepción de los dominicanos, la dominación cultural, política, económica y social se mantienen
como las variables fundamentales que condicionan las tensiones entre las identidades criollas españolas y criollas africanas.

Las conflictivas relaciones con Haití han sido otro factor fundamental que ha ayudado a definir la interpretación oficial de la cultura criolla. El desarrollo de la economía
azucarera basado en la mano de obra esclava, en la porción occidental de La Española, preparó las condiciones
para la existencia de distinciones culturales, económicas,
sociales y políticas en las dos porciones de la Isla. Posteriormente, la Revolución Haitiana dio un impulso definitivo a la identidad nacional de Haití. Las invasiones haitianas
de 1801, 1805 y la subsiguiente ocupación por parte de
este país (1822-1844) de la porción española de la Isla,
hizo que se fortaleciera la identidad cultural y política de
los criollos españoles, mientras que se debilitaba la identidad criolla africana. La élite política dominante se aprovechó de las circunstancias de estas invasiones para
convocar a todos los dominicanos –negros, mulatos, blancos, etc.– a que se identificaran como dominicanos ante
la amenaza haitiana. El hecho de que Haití no reconociera
la independencia dominicana, durante casi una década reforzó la identidad criolla española dominicana en detrimento de la identidad criolla africana. A partir de la
independencia, los elementos esenciales de la identidad cultural criolla española (lengua, religión, y literatura) fueron promovidos como la base de la civilización, mientras
que los elementos africanos (religión, música y folclor)
eran considerados como “cosas de salvajes” que debían
eliminarse. La cultura de los campesinos dominicanos, la
inmensa mayoría de la población, era tratada como algo
extraño a la cultura criolla española y, por supuesto, carente de elementos civilizatorios. Vale la pena recordar
que esta actitud de la élite dominante dominicana reflejaba, en gran medida, lo que pasaba en el resto del subcontinente en el siglo XIX, donde la élite sólo alababa lo
europeo y rechazaba lo que se parecía a África o tenía
raíces indígenas. Las obras de los intelectuales latinoamericanos del siglo XIX están repletas de alabanzas a Europa
y a Estados Unidos, mientras que a las masas campesinas
se les considera salvajes.

La dictadura de Trujillo promovió la cultura criolla española al rango de cultura oficial de la nación dominicana.
Trujillo utilizó a intelectuales importantes del país para que
desarrollaran una ideología anti-haitiana que abrevaba en la
conflictiva historia de las dos naciones. A la cabeza de estos intelectuales estaban Manuel Arturo Peña Battle y Joaquín Balaguer, quienes dirigían un movimiento cultural que
promovía elementos rancios de la cultura hispánica y cató-
lica, mientras negaban toda raíz cultural africana en el pasado de la nación. En fin, la dominación de la identidad cultural
criolla africana por la identidad cultural criolla española y la
difícil historia de las relaciones con Haití, sentaron las bases
de una cultura de la subordinación y también de la cultura
política autoritaria dominante. Se aprecia, pues, una dialéctica entre cultura subordinada y cultural dominante cuyo
entendimiento es fundamental para entender la cultura
política autoritaria dominicana. Como se aprecia más adelante, la dominación cultural es sólo una de las fuentes que
sirven de base para explicar la cultura autoritaria. Factores
culturales, sociales, económicos, políticos e históricos se
combinan para determinar la organización de la sociedad y
la cultura política. Ninguno de estos factores se puede tomar como determinante; es la conjunción de todos lo que,
a nuestro juicio, nos ayuda a explicar una cultura autoritaria en la República Dominicana.

El parroquialismo y la cultura de la subordinación son
elementos claves de la cultura política autoritaria dominicana contemporánea. Entre los factores que contribuyeron al desarrollo de este tipo de cultura podríamos incluir
los siguientes: una sociedad débil y fragmentada, regímenes
autoritarios, los partidos políticos, la Iglesia Católica y las
fuerzas armadas.

Estos factores no agotan la lista de variables, pero sí
están entre los elementos fundamentales que explican lacultura política autoritaria dominicana. Por razones de espacio, en este trabajo no se estudian los factores culturales
que son independientes de la variable socio-económica y
las condiciones políticas. En otro momento y lugar se analizarán la cultura popular, la religión y la conducta política,
para llegar a un entendimiento cabal de la evolución de la
cultura política autoritaria dominicana.

Las estructuras sociales y económicas han sido históricamente débiles en la sociedad dominicana. En el siglo XIX la
nación estuvo dividida en tres regiones económicas, a saber, el Norte (o Cibao), el Este y el Sur. El Cibao se especializaba en la producción de tabaco para la exportación y
posteriormente produjo cacao y café. Durante los siglos
XIX y XX, estos productos se producían en pequeña escala debido a la falta de crédito e infraestructura física. En la
primera mitad del siglo XIX el Sur se dedicaba a la producción de caoba para la exportación, pero el agotamiento
de los bosques produjo la decadencia de esta actividad
económica. La economía de la región no resurgiría hasta
el último tercio del siglo XIX, cuando cubanos, puertorriqueños, alemanes, italianos y estadounidenses empezaron
a producir azúcar para la exportación. La región Este asistió a una decadencia económica mucho antes que la del
Sur. Haití había sido el mercado de destino para el ganado
dominicano, pero la Revolución Haitiana puso fin a la esclavitud y el mercado para el ganado desapareció. Este
acontecimiento tuvo consecuencias funestas para la economía oriental. Cuando se produce la independencia dominicana en 1844, sólo el Cibao tiene una economía en
franco crecimiento, pero ésta era a pequeña escala y el
control foráneo del comercio de la región inhibía la habilidad política de las élites regionales emergentes en el
Cibao, para arrebatar el control político de la nación a las
élites sureñas y orientales.

Las luchas políticas regionales, las amenazas e invasiones haitianas, y la búsqueda de una potencia extranjera que
anexara a la nueva república, caracterizaron la vida política
nacional de 1844 a 1880. Los caudillos regionales surgieron
ya bien sea para combatir a los haitianos o para alcanzar el
control político de Santo Domingo, sede tradicional del
poder político. Pedro Santana en el Este, Buenaventura Báez
en el Sur y Gregorio Luperón y Ulises Heureaux en el
Cibao, son los personajes políticos más importantes e influyentes en el siglo XIX. Santana y Báez se destacaron por
sus políticas anexionistas, mientras Luperón y Heureaux tomaron posturas liberales nacionalistas basadas en la creencia de que la nación era viable. La decadencia de la economía y de las sociedades sureña y oriental podría explicar,
en parte, el pesimismo de las élites políticas y sociales de
estas regiones, mientras que el optimismo de los cibaeños
podría explicarse por el auge de la economía y sociedad
de esa región. En la década de los ochenta, Heureaux pudo
conseguir el apoyo del comercio y del nuevo sector azucarero, cambiando su posición nacionalista y convirtiéndose en un dictador que promovía las inversiones
extranjeras y el comercio. En cierta medida, Heureaux
puso a la nación a tono con las tendencias de los liberales
latinoamericanos que se habían aliado políticamente con
los sectores conservadores para promover el desarrollo
de un Estado oligárquico-liberal. Heureaux dirigió los destinos políticos del país de 1886 a 1899. Durante este periodo, consiguió darle cierto grado de unidad al estado-nación
y establecer un control mínimo de la población y el territorio nacional.

Al concluir el gobierno colonial español en 1821, la sociedad dominicana pasó a ser gobernada por un dictador vitalicio, el Presidente de Haití Jean Pierre Boyer, que manejó el país en forma absoluta durante 21 de los 22 años de la llamada Dominación Haitiana (1822-1844). Al llegar a ese año, la experiencia política del pueblo dominicano sumaba ya 351 años de gobierno unipersonal, autoritario y centralista.
Por eso no debe sorprender que una vez alcanzada la independencia en febrero de 1844, a la hora de decidir quién debía gobernar la nueva república, los principales actores de aquellos momentos escogieran al más autoritario de los personajes: Pedro Santana.
Como ejemplo de su autoritarismo conocemos, entre otros, su negativa a aceptar la vigencia de la primera Constitución republicana por considerarla demasiado liberal. Hemos visto que para aceptar la presidencia al nacer la República, Santana exigió que al texto constitucional se le añadiera un artículo final, el No. 210, que establecía que mientras durara la guerra de independencia, él debía gobernar sin que se le pudiera responsabilizar política o moralmente por ninguno de sus actos como primer ejecutivo de la naciente nación.
Sumados los años de gobierno dictatorial de Santana a los dictadores que le siguieron (Buenaventura Báez, Gaspar Polanco, Ignacio María González, Cesáreo Guillermo, Ulises Heureaux y otros gobernantes similares), los dominicanos arribaron al siglo XX con una tradición de 380 años de gobiernos dictatoriales, y apenas seis años de gobiernos liberales, aunque no necesariamente democráticos.
La dictadura de Heureaux empezó un nuevo periodo
en el proceso de formación del estado-nación en el país.
Uno de sus logros más importantes fue conseguir cierta
centralización de las instituciones políticas. Este proceso
fue continuado por la ocupación militar norteamericana
de 1916-1924, expandido y consolidado por la dictadura
de Rafael Trujillo (1930-1961) y continuado por Joaquín
Balaguer de 1966 a 1978. Estos cuatro regímenes forman
un continuo que procuró centralizar el control político
de la población y el territorio nacional, y que fue amenazado en 1965, cuando las masas populares de la ciudad de
Santo Domingo se levantaron en armas con el objetivo
aparente de reestructurar el poder político y ponerlo al
servicio de los más necesitados de la sociedad. Estados
Unidos y sus aliados nacionales desempeñaron un papel
estelar en la derrota de esta iniciativa revolucionaria. Joaquín Balaguer, figura clave en la era de Trujillo, surgió como
beneficiario de la segunda ocupación militar norteamericana y fue elegido como presidente en las elecciones de
1966, consideradas fraudulentas por la mayoría de los observadores nacionales e internacionales. Este espectáculo
doloso fue repetido en 1970 y en 1974. Los doce años en
que Balaguer se mantuvo en el poder consolidaron el
continuo autoritario que empezara Ulises Heureaux un
siglo atrás. Desde 1978, la nación ha pasado por un proceso ambiguo de democratización donde los denominados líderes democráticos (Jacobo Majluta, Salvador Jorge
Blanco, José Francisco Peña Gómez y Juan Bosch) participaron junto al Balaguer autoritario, para imponer regímenes que debilitaban aún más las instituciones de la democracia liberal.

La historia dominicana está colmada de regímenes autoritarios que en cierta forma ayudan a preparar las condiciones para el desarrollo de una cultura política de la
subordinación. Caudillos, dictadores y gobernantes autoritarios han sido los modelos políticos para los dominicanos.
Estos modelos han dejado huellas indelebles en las actitudes y creencias tanto de las élites políticas como del pueblo en general y, lamentablemente, han condicionado la
conducta política y penetrado en lo más recóndito del alma
nacional. En cierta medida esto nos ayuda a explicar por
qué la mayoría de los políticos nacionales son renuentes a
aceptar la negociación política como forma civilizada de
convivir. Estamos acostumbrados a que el ganador lo toma
todo y el perdedor lo pierde todo; no se deja ningún espacio político para el interlocutor de la oposición. Más bien,
se procura cooptarlo y corromperlo. El debate entre el
Congreso Nacional y el Ejecutivo a principios de 1997 nos
puede servir como ilustración. El debate era acerca de la
aprobación del presupuesto nacional para 1998. El presidente Leonel Fernández Reyna, electo en una segunda vuelta
el 30 de julio de 1997, dio señales aparentes de querer
acercarse al Congreso Nacional, controlado por la oposición, encabezada por el Partido Reformista Social Cristiano
(PRSC) de Joaquín Balaguer y por el Partido Revolucionario
Dominicano (PRD) de José Francisco Peña Gómez. Podría
ser útil recordar que el partido del presidente Fernández
Reyna, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), sólo
tenía 10 diputados de 120, y uno de los 30 senadores. A
pesar de estas circunstancias, el presidente daba la impresión de querer que se le aprobara el presupuesto y una
serie de leyes fiscales que lo respaldarían. El acercamiento
del presidente al Congreso Nacional fue tan sólo un asunto publicitario, pues las negociaciones reales las hizo con la
comunidad empresarial. Parecía que nada había cambiado y
el presidente seguía la tradición iniciada en el siglo XIX, de
hablar con el hombre que tiene la plata. En este caso, sin
embargo, la diferencia fue que el Congreso Nacional no
aprobó el presupuesto y el Gobierno tuvo que regirse por
el presupuesto del año anterior que, como se sabe, era
inferior a las recaudaciones proyectadas para 1998.

No te-nemos el espacio para entrar en detalles sobre las objeciones del Congreso, pero el asunto es que el presidente no
quería negociar con la oposición a pesar de su posición de
debilidad numérica. Debemos ser justos y señalar, no obstante, que los miembros del Congreso Nacional se han formado en la misma escuela de pensamiento y que no
actuaron de una forma diferente a la del presidente. El autoritarismo es, pues, un fenómeno político perverso que
impregna a toda la sociedad, y ningún actor político puede
realmente escapar a su influencia. Uno se pregunta si habrá
salida a este círculo vicioso.

Entrado el siglo XX, súmense a éstos los seis años de gobierno fuerte de Ramón Cáceres (1905-1911), los casi dos años de Eladio Victoria y Ramón Bordas Valdez (1912-1914), los ocho años de la primera ocupación militar norteamericana (1916-1924), los treinta y un años de la Era de Trujillo (1930-1961), los diecinueve meses del Triunvirato (1963-1965), y los primeros doce años de Balaguer (1966-1978), y la cifra sube a 440 años, sin contar los más de diez años acumulados de aquellos cortos períodos de guerra y anarquía en los que gobernaban caudillos locales y jefezuelos tan tiránicos como los grandes dictadores.

La polarización social y económica de la sociedad dominicana inhibe el desarrollo de la cultura de participación
política en el país. No debemos perder de vista que los
grupos que promueven este tipo de cultura funcionan en
el contexto de una cultura política de la subordinación y
que su futuro parece estar repleto de dificultades. Veamos:
los cambios estructurales experimentados por la sociedad
dominicana en las últimas tres décadas no han aliviado la
penosa situación en que vive la mayoría de los dominicanos. Nuestra economía, que por más de 100 años estuvo
dedicada a la producción de azúcar, café, cacao y tabaco, ha
sido transformada en una economía basada en la exportación de servicios como turismo, zonas francas, comercio,
banca y la remesas enviadas por los dominicanos residentes en el exterior. Por otro lado, la clave de su estabilidad
descansa sobre el abaratamiento de los salarios; la República Dominicana ofrece uno de los salarios más bajos en la
cuenca del Caribe. Así, pues, el sector de mayor crecimiento en la economía no da señales de mejorar la situación de
los trabajadores de zona franca. En vista de esta situación
cada día aumenta más el número de dominicanos que piensa que no puede realizar sus expectativas en el país y, por
tanto, opta por emigrar. En marzo de 1997 la encuesta
Gallop/Hoy informó que el 56.4% de los dominicanos se
iría del país si tuviera la oportunidad, y tan sólo el 40.05%
expresó que se quedaría. Es alarmante que el 70% de los
encuestados, entre las edades de 18 y 24 años, digan que se
irían del país si se les presentara la oportunidad. También el
63% de los encuestados entre las edades de 25 y 39 años,
expresó que se iría del país si se dieran las circunstancias
favorables14. Los dominicanos que se quieren ir son aquellos que se comprenden en edades críticas en sus vidas
productivas y, por lo tanto, fundamentales para el creci-miento y desarrollo del país. Da la impresión de que se ha
empezado a formar una mentalidad de la emigración y que
una mayoría significativa de los ciudadanos ya no parece
creer en que sus sueños se puedan realizar en nuestra sociedad.


Estados Unidos, Puerto Rico y España son los destinos
principales de los emigrantes dominicanos. El último censo
de Estados Unidos informa que hay alrededor de medio
millón de dominicanos residentes en ese país, pero sabemos que esa cifra está por debajo de la real. En fin, la polarización social y económica, la emigración, pero sobre todo
las condiciones deplorables de existencia, recrean la cultura política de la subordinación y el clientelismo. Éstas son la
fuente principal del autoritarismo y no un ethos mediterráneo imaginado por Howard Wiarda. Estas condiciones
sociales paupérrimas son las que dificultan el desarrollo de
la cultura de la participación política.

Los partidos políticos han hecho un aporte importante al
desarrollo de la cultura política autoritaria dominicana. Los
partidos modernos son un fenómeno político reciente en
el país. Los partidos conservadores (Rojos) y liberales (Azules) del siglo XIX era organizaciones que se forjaron básicamente en torno a caudillos y no se desarrollaron como
partidos políticos modernos. Este modelo continuó en vigencia en el país hasta el fin de la dictadura de Trujillo, quien
organizó el Partido Dominicano, pero dicho partido no era
más que una agencia del Gobierno que promovía programas sociales y que organizaba espectáculos electorales. El
Partido Revolucionario Dominicano fue fundado por Juan
Bosch en 1939. Balaguer funda, en 1964, el Partido Reformista con lo que quedaba del Partido Dominicano y, posteriormente, en 1985, este partido se convirtió en el actual
Partido Reformista Social Cristiano. Bosch, quien salió del
Partido Revolucionario Dominicano en 1973, funda ese
mismo año el Partido de la Liberación Dominicana. En la
actualidad, casi todos los partidos de izquierda han desaparecido del ámbito político nacional, pero debemos anotar
que en su tiempo jugaron un papel importante en la democratización de la sociedad dominicana. Entre los más importantes se encuentran el Movimiento 14 de Junio, el
Movimiento Popular Dominicano, el Partido Comunista y
otras organizaciones más pequeñas. No obstante, lo rese-
ñable para nuestra explicación de la cultura de la subordinación el autoritarismo de las experiencias partidistas
dominicanas, es que, en lo esencial, casi todos los partidos
promovían una cultura de la subordinación, aunque su discurso dijera lo contrario.


Tanto el PRD como el PRSC desarrollaron estructuras
políticas clientelares que evolucionaron en torno a un caudillo. Desde su fundación, Balaguer controló al PRSC personalmente. Durante toda la vida política de Balaguer, dicho
partido funcionó como una maquinaria electoral que él
revivía cuando necesitaba ser reelegido en la presidencia.
Éste es, quizás, el menos moderno de los partidos políticos
dominicanos. Como maquinaria electoral, el PRSC fue uno
de los principales instrumentos para promover una cultura
política de subordinación. Balaguer siempre empleó el
“dedazo” como método político para quitar a funcionarios
que no eran de su conveniencia política, y poner a supuestos líderes al frente del partido. Ahora bien, si el “dedazo”
no funcionaba se usaba cualquier otro mecanismo. Veamos
el caso de las elecciones de 1996. En agosto de 1994, se
firmó el Pacto por la Democracia para resolver un punto
político muerto que se había creado debido a unas elecciones fraudulentas. Mediante este Pacto, a Balaguer se le
declaró ganador de las elecciones, pero su periodo presidencial fue recortado de 4 a 2 años y se prohibía le reelección. Así, Balaguer no podía repostularse para las
elecciones de 1996. El entonces vice-presidente, Jacinto
Peynado, ganó las elecciones internas del PRSC, a pesar de
la oposición de Balaguer, quien en lugar de apoyar al candidato de su propio partido, dio un apoyo tácito al candidato del PLD, Leonel Fernández Reyna. En la segunda vuelta
de las citadas elecciones de 1996, Balaguer se alió abiertamente con el denominado Frente Nacional Patriótico que
apoyaba a Leonel Fernández Reyna. Al parecer Balaguer
pensó que Peynado le quería quitar el partido. La moraleja de esta experiencia es que Balaguer no estaba dispuesto a que hubiera una sucesión democrática en su partido,
sabiendo, además, que dicho partido no tenía los mecanismos necesarios para que esto sucediera. En otras palabras, si el “dedazo” no funcionaba, entonces se buscaban
mecanismos extrapartidarios, como las alianzas políticas,
para que el caudillo siguiera controlando la maquinaria política del partido.

Cuando el PRD estuvo bajo su conducción, Juan Bosch
fue el caudillo indiscutible de esa entidad política. A principio de los setenta el PRD experimentó grandes sismos políticos y Bosch se vio precisado a renunciar. Bosch salió del
PRD para fundar el PLD en 1973 y José Francisco Peña Gómez.

se quedó con el ala conservadora del partido. Durante los
setenta y ochenta, el PRD estuvo constituido por una serie
de grupos políticos sistémicos que tenían sus propios dirigentes y algunos se oponían a los gobiernos del PRD. Por
ejemplo, Jacobo Majluta, siendo presidente del Senado de
la República (1982-1986), encabezó uno de estos grupos
e hizo una fuerte oposición política a Salvador Jorge Blanco, presidente de la República. En cierta forma, estas divisiones políticas en el interior del PRD hicieron posible el
retorno de Balaguer en 1986. En apariencia, el PRD parecía democrático debido a la existencia de estos grupos,
pero, en esencia, cada grupo representaba una parcela política con su propio caudillo. En 1989, Peña Gómez reagrupó a casi todas las tendencias políticas del partido y
logró un control relativo de la situación. Así, pues, como
Bosch y Balaguer, Peña Gómez se convirtió en un caudillo
de reputación nacional, y se podría añadir que, como caudillo de su partido, hizo también un aporte en la promoción de una cultura política de la subordinación y el
autoritarismo.

La integración del PLD de Juan Bosch a las tendencias
dominantes de la política dominicana hizo que éste cambiara de ser un partido de cuadros bien organizados y disciplinados, a un partido con vocación de poder. Inicialmente,
el PLD se presentaba como un partido de liberación nacional que se encargaría de poner fin a la corrupción y a la
desorganización existente en el Estado y la sociedad. Ahora bien, al igual que el PRD y el PRSC, el PLD no pudo escapar
a la cultura política autoritaria. Bosch se mantuvo como
líder y mentor del partido hasta su renuncia en 1995. El
PLD ganó su mayor caudal de votos en 1990, cuando Balaguer
lo derrotó, en elecciones seriamente cuestionadas, por
menos del 1% de los votos. En las elecciones de 1994 el
PLD volvió a ocupar el tercer lugar entre los tres partidos
mayoritarios. Como señalamos anteriormente, el PLD ganó
las elecciones de 1996 gracias a la formación del Frente
Nacional Patriótico con Balaguer, pero durante su primera
gestión (1996-2000) gobernó como partido minoritario.
En su primer mandato, el PLD formó un Gobierno que, si
bien es cierto tuvo logros en materia de política exterior y
judicial15, su política económica no pareció alejarse de los
dictámenes de las agencias internacionales y, por lo tantono se diferenció de la política económica de Balaguer, que
procuraba mantener la estabilidad macroeconómica por
encima de todo. Durante su primera gestión en el Gobierno (1996-2000), el PLD no logró mejorar significativamente las condiciones de vida de la mayoría de la población,
y en lo que va de su segunda gestión (2004-2008) tampoco ha dado señales de haberlo logrado. En lo que respecta
al fortalecimiento de la cultura política autoritaria, las dos
gestiones del PLD no rompen con el patrón tradicional,
sino que es todo lo contrario. Durante estas dos gestiones el PLD contribuyó al fortalecimiento del clientelismo
político, palanca fundamental de la cultura política autoritaria, y se dejó bien establecido que se había acomodado
a las tendencias políticas dominantes de la sociedad dominicana.

En contraposición con las expectativas de la población, los dirigentes que remplazaron a los caudillos tradicionales (Balaguer, Bosch y Peña Gómez) no han logrado
superar la cultura política autoritaria. Hipólito Mejía Domínguez mostró no estar a la altura necesaria para superar el autoritarismo y promover una cultura política de la
participación. Su gestión al frente del ejecutivo llevó el
país a la bancarrota y al desprestigio internacional. Por
otro lado, Leonel Fernández Reyna prometió llevar al país
por los senderos de la democracia y la modernización,
pero sus ejecutorias nos dicen lo contrario: el clientelismo
rampante, la decisión de construir un metro sin prestar la
más mínima atención al clamor de los ciudadanos que
decían que esa no era la mejor manera de resolver el
problema del transporte en la ciudad de Santo Domingo,
el mal manejo del desborde de la presa de Taveras y el uso
desmedido de los recursos del Estado para procurar la
reelección presidencial. En torno a esto, Participación Ciudadana, una institución no gubernamental que se ha ganado el respeto de la sociedad, en su primer informe de
observación 2008 destacó lo siguiente:
Trece de los 16 secretarios de Estado están integrados al
Comando de Campaña del Partido de la Liberación Dominicana y aliados. Además de los presidentes de las cá-
maras legislativas, ejecutivos municipales y otros 15 altos
funcionarios de instituciones estatales.
El contralor general, procuradores fiscales y ayudantes y hasta funcionarios del Banco Central, se han
integrado a la campaña electoral, mientras embajadores y cónsules han sido llamados para que vengan
a dar ayuda.

Debe anotarse que en muchos casos esos funcionarios
han sido encargados de dirigir la campaña electoral en
provincias y regiones, lo que los obliga a desplazarse continuamente, junto a funcionarios y empleados menores,
con vehículos, combustibles y dietas pagados con los recursos públicos. Y lo más importante de todo, el descuido de sus responsabilidades oficiales, las cuales se pagan
con el dinero de los contribuyentes. Esto ha tenido ya
efectos terribles para la población nacional, como se hizo
evidente cuando el paso de la tormenta Olga, que encontró desprevenido a prácticamente todo el aparato del
Estado.
En múltiples casos llama la atención que las designaciones de dirigentes peledeístas en el comando de campaña
coinciden con las funciones que les corresponde desempeñar en el gobierno. Por ejemplo, el director de la Oficina Metropolitana de Servicios de Autobuses es el
encargado de transporte de la campaña, y múltiples casos en que sus funciones de campaña se confunden con
las oficiales.

En realidad, el informe de Participación Ciudadana llama a una seria reflexión en torno al tipo de régimen que el
presidente-candidato Fernández Reyna preside. Para aquellos que conocimos el tipo de campaña que Joaquín Balaguer
realizó durante sus famosos 12 años de autoritarismo, cuando abiertamente se empleaban todos los recursos del Estado para promover sus campañas electorales, se nos hace
difícil entender que el actual jefe de Estado en República
Dominicana, el abanderado de la modernidad y la democracia, presida un gobierno que utilice los mismos métodos. A estas alturas, cabe preguntarse si realmente “e
pa’lante que vamos”, como reza la consigna del Gobierno
actual (2004-2006).
Lamentablemente, los políticos de la oposición critican estos métodos, pero se sabe hasta la saciedad que
el Gobierno de Hipólito Mejía Domínguez empleó los
mismos métodos para reelegirse en 2004. Tanto Amable Aristy Castro, candidato del Partido Reformista Social Cristiano, como Miguel Vargas Maldonado del
Partido Revolucionario Dominicano, emplearían los mismos métodos si tuvieran la oportunidad de hacerlo.
Como se sabe, estos personajes ya han desempeñado
importantes cargos en el Estado y sus ejecutorias son
bien conocidas. En pocas palabras, la clase política promueve la cultura política de la subordinación y el autoritarismo.

La Iglesia Católica ha jugado un papel estelar en el desarrollo de la cultura política nacional. La Iglesia tiene profundas
raíces en la vida nacional, pero sus estructuras contemporáneas tienen una vida relativamente reciente. Durante el
siglo XIX y antes de la dictadura de Trujillo, la Iglesia era más
bien una voz moral que una institución sólida. Cuando Trujillo
tomó el poder en 1930 procuró controlarla, pero el líder
de la Iglesia Católica dominicana, monseñor Rafael Castellano, no confiaba en Trujillo y quería que la Iglesia tuviera
su independencia con relación al Estado. Sin embargo,
monseñor Castellano murió de un paro cardiaco en 1934
y fue remplazado por monseñor Ricardo Pittini, un cura
italiano a quien se le otorga el crédito de haber desarrollado la iglesia moderna dominicana. Pittini subordinó a la Iglesia
a los deseos políticos del dictador y, a cambio, éste construyó iglesias y, en gran medida, financió muchas de las actividades de la institución. La Iglesia estableció una alianza
política con el dictador y se propuso promover una doctrina de obediencia al Estado; la Iglesia presentaba a Trujillo
como un enviado de Dios que quería el bienestar de los
dominicanos No fue hasta casi el final de la dictadura
cuando la alianza de la Iglesia con Trujillo entró en una grave crisis que ayudó, en parte, a la caída de la dictadura que
ya se encontraba debilitada. Durante los años de Balaguer
en el poder y los gobiernos del PRD, al igual que en la actualidad, la Iglesia ha mantenido buenas relaciones con el Estado. Aunque bajo diferentes circunstancias políticas, Balaguer
continuó la política de Trujillo de ayudar a la Iglesia a cambio de su apoyo al Gobierno. En los últimos 25 años, la
Iglesia ha jugado un papel muy dinámico mediando conflictos sociales entre empresarios y trabajadores, entre el
Gobierno y los nuevos movimientos sociales, o entre el
Gobierno y los partidos políticos de la oposición, etc.


El padre Agripino Núñez Collado y el cardenal Nicolás de
Jesús López Rodríguez son personajes claves en la política
nacional. Al parecer, la Iglesia se ha convertido de la noche
a la mañana en una promotora de la democracia. Sin embargo, no debemos olvidar que no es una institución democrática; una cosa es promover el diálogo entre los
políticos o entre los empresarios y los trabajadores, y otra
es promover una cultura democrática de participación genuina de todos los ciudadanos. La Iglesia es una institución jerárquica y autoritaria por definición. En verdad,
podría decirse que junto a las fuerzas armadas, es una de
las instituciones que más ha aportado al desarrollo de
una cultura política autoritaria. Las fuerzas armadas forman soldados y oficiales en la cultura de la obediencia e
históricamente han promovido los valores del autoritarismo y el uso de la fuerza bruta. La Iglesia, a su vez, procura desarrollar una hegemonía con base en valores
religiosos.

La cultura política dominicana no es autoritaria por un
supuesto ethos mediterráneo traído por los españoles
hace más de 500 años. Tampoco podemos explicar la
cultura solamente basada en una interpretación histórico-institucional que ignora la tensión entre la identidad
criolla africana y la criolla española, y mucho menos ignorar las fuentes sociológicas de la cultura política dominicana. El olvido de las raíces africanas de la cultura
dominicana tiene que ver con la forma de actuación de
la clase dominante, la cual históricamente ha procurado
presentar a nuestra nación como hispana, católica y blanca. Esto contrasta con nuestra realidad racial, pues somos un pueblo mayoritariamente mulato que ha recibido
una influencia cultural africana y haitiana importante.
Como en el resto de la América Latina, la élite dominante dominicana se niega a reconocer la cultura de la mayoría y, además, los intelectuales orgánicos de ésta han
logrado “persuadir” a la población de que la cultura criolla española es la cultura nacional, y que la cultura criolla
africana es extraña a nuestra cultura. La falsificación de
la historia dominicana es parte de un proyecto ideológico y político que busca la legitimidad de un sistema social de dominación que excluye a la mayoría de la
población. Quizás hoy en día no se pueda hablar propiamente de una cultura criolla africana en República Dominicana, pero sí se puede ponderar su aportación a la cultura nacional.La tensión entre las culturas criollas dominicanas se desarrolló en el contexto de una diversidad de conflictos sociales y políticos. La exclusión social
y política ha moldeado la conciencia nacional y las ocupaciones extranjeras (españolas y norteamericanas) han
reforzado estas modalidades de desarrollo. Además, los
caudillos, los dictadores y los gobernantes autoritarios
han sido los modelos prevalecientes para los dominicanos. Los partidos políticos, la Iglesia y las fuerzas armadas han reforzado estas tendencias sociales. Un vez más,
éstas son las fuentes que generan una cultura política
autoritaria y no un ethos mediterráneo imaginado por
Howard Wiarda.

La sociedad dominicana contemporánea empieza a
desarrollar una subcultura política de la participación a
pesar de estos obstáculos. Esta subcultura se va desarrollando con base en las prácticas sociales y políticas de diversas asociaciones culturales, económicas, políticas y, más
recientemente, de las ONG. Ahora bien, estas asociaciones
no son necesariamente democráticas y la promoción de
la democracia no es su fin último, pero abren un nuevo
espacio cuyas actividades pueden elevar el nivel de conciencia social y política de los ciudadanos que participan
en ellas. Podríamos añadir a este nuevo fenómeno la circulación migratoria y el turismo como elementos que empiezan a tener un impacto sobre la auto-percepción racial
y, en cierto modo, la conciencia social. Si bien es cierto
que la polarización económica obstaculiza el desarrollo
de una sociedad incluyente, los efectos de los cambios en
los sistemas de comunicación, los viajes al exterior y una
mayor participación política de la población, empiezan a
sentar las bases para una seria reconsideración de la cultura nacional y, en cierto modo, de la cultura política autoritaria.
A pesar de estos nuevos desarrollos en la sociedad
dominicana, se puede observar que los partidos políticos y
los líderes que han remplazado a los caudillos tradicionales
no se han puesto a la altura necesaria para promover una
cultura política de la participación, sino todo lo contrario.
Tanto Hipólito Mejía Domínguez como Leonel Fernández
continuaron las tendencias autoritarias ya existentes en la
sociedad dominicana y, en contraposición con su discurso
de promoción de la democracia liberal, sus ejecuciones
muestran que no se apartan de la tradición dominicana,
donde la democracia no va mucho más allá de la celebración de elecciones más o menos competitivas cada cuatro
años.



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