lunes, 8 de julio de 2013

LA SOCIEDAD DOMINICANA EN EL SIGLO XX



A principios del mes de agosto de 1900, el conocido escritor Tulio
M. Cestero montó a caballo en Santo Domingo y marchó rumbo al
Cibao en donde permaneció hasta bien entrado el mes de octubre.
Tres días y dos noches tomaba entonces cruzar los pantanos, las
serranías y los ríos entre la capital y Bonao; siete horas llevaba a
los jinetes trasladarse de Bonao a La Vega; y otras tres horas consumía el viaje entre La Vega y Santiago.
De Santiago a Puerto Plata el viaje se hacía más fácil si se tomaba el ferrocarril que cruzaba la cordillera en seis horas y media, en
tanto que un viaje en tren de La Vega a Sánchez, en la Bahía de
Samaná, tomaba doce horas.
Trasladarse de Santo Domingo a los pueblos del este era más
fácil gracias a la llanura de esta zona, pero los viajeros también
tenían que montar a caballo pues entonces no existían carreteras.
La ruta hacia Higüey, el pueblo más oriental de la isla, se hacía por
la vía de Los Llanos, Hato Mayor y el Seibo.


Por el oeste la ruta llevaba a San Cristóbal, Baní y Azua, también por trillos, pantanos, despeñaderos, sabanas y montes y, a partir de Baní, por desiertos espinosos que se hacían cada vez más
inhóspitos cuanto más se adentraba el viajero hacia occidente hasta
llegar al Valle de San Juan o al oasis de Neiba.
De Santiago a Montecristi, el desierto apenas había sido clareado por los cosecheros de tabaco de las aldeas de Quinigua, Navarrete, Mao y Guayubín, y por los cortadores de madera en los alrededores de Montecristi. Este territorio tenía tan poca gente que
era llamado entonces «el Despoblado de Santiago». Comprendía
toda la cuenca baja del río Yaque del Norte, la cual estaba casi
enteramente cubierta de cactus y árboles de campeche, cambrón,
y otras árboles de madera dura propios del bosque seco y espinoso.
El territorio nacional tenía grandes espacios sin explotar. Las
cordilleras estaban despobladas y cubiertas de bosques, y apenas
habían sido penetradas por unos pocos colonos asentados en sus
valles intramontanos como Jarabacoa, visitado por Cestero en agosto de 1900. En ese año el valle de Jarabacoa todavía estaba cubierto de pinos y cedros que empezaban a ser explotados por algunos
empresarios locales.
Las cuencas llanas de los ríos Camú y Yuna estaban igualmente
despobladas y cubiertas por tupidos bosques que alternaban con
extensas sabanas en donde pastaban grandes rebaños de ganado
suelto pues todavía no se acostumbraban a cercar los pastizales.
Los dueños de estos hatos y haciendas ganaderas vivían en los
pueblos, mientras el ganado era atendido por unos pocos peones que
llevaban una vida rústica alojados en bohíos de yaguas cuyo único mueble era una hamaca o una barbacoa. La dieta de estos peones se
parecía mucho a la dieta campesina típica: carne de res, plátanos y
raíces con algo de leche, café y chocolate y algunas frutas silvestres.
Montes completamente vírgenes cubrían las serranías de Yamasá y Los Haitises. Las llanuras costeras del nordeste también estaban cubiertas de bosques que hasta entonces sólo habían sido tocados por algunos pioneros madereros que se dedicaban a explotar
los árboles de caoba.
Una vez deforestadas estas llanuras, una parte de las tierras cercanas a Puerto Plata fueron convertidas en plantaciones de caña
de azúcar y bananos. La importancia de las plantaciones puede
medirse por su tamaño. En 1900 la finca bananera de la United
Fruit Company en Sosúa tenía sembradas 1.5 millones de plantas
de guineo, exportando ese año 230,000 racimos a los Estados Unidos que requirieron 17 barcos.


En las llanuras orientales los bosques ya habían sido cortados,
no tanto para recuperar las maderas como para crear plantaciones
de caña de azúcar, al igual que ocurrió en los llanos cercanos a
Santo Domingo y Puerto Plata, y las zonas aledañas a San Cristó-
bal, Baní y Azua.
En el suroeste todavía prevalecía la explotación del guayacán,
la caoba y el campeche, en tanto que en el norte y el nordeste
dominaban los cortes de caoba. La explotación del campeche y la
caoba era la principal actividad económica de los habitantes de
Montecristi y la Línea Noroeste.
En La Vega operaban dos aserraderos que se abastecían de los
bosques de pino de las montañas cercanas que desaguaban en el
río Camú, cuya rápida corriente ayudaba a transportar los troncos.
En Santiago también había otros aserraderos que procesaban pinos de la sierra que eran llevados a la ciudad haciéndolos flotar
aguas abajo por las corrientes de los ríos Bao y Yaque.
Para abrir plantaciones de café y cacao también se tumbaron
grandes bosques en los alrededores de San Cristóbal, San Franciscco de Macorís, La Vega, Moca y Salcedo. Las fincas de café se
extendieron por las zonas húmedas de las montañas en donde algunos hacendados crearon importantes plantaciones, y donde fueron rapidamente imitados por campesinos más pobres que descubrieron en el café un cultivo comercial que producía rendimientos
crecientes cada año.
A principios del siglo 20, La Vega, Moca y San Francisco de
Macorís eran todavía regiones ganaderas, en donde la crianza de
reses y cerdos alternaba con una agricultura de subsistencia, la cual
era complementada con las cosechas de tabaco, café y cacao.
La principal región tabacalera del país era Santiago de los Caballeros y sus campos vecinos, particularmente, Tavera, Baitoa,
Puñal, Canca, Licey, Tamboril, Gurabo y Quinigua. Estos eran
campos cultivados desde mediados del siglo 18. En ellos habitaban
numerosas familias campesinas conectadas con el mercado mundial a través de una complicada red de corredores, financistas y
comerciantes que controlaban el comercio del tabaco.
Tulio Cestero ofrece una lista de los comercios de los principales
pueblos del Cibao en el verano de 1900. Este viajero menciona 11
casas comerciales importantes en La Vega, 28 en Santiago, 18 en
Puerto Plata, 9 en Moca y 9 en San Francisco de Macorís. Estas no
eran las únicas empresas de estos pueblos. Moca, por ejemplo, tenía
190 establecimientos comerciales registrados y patentados por el
Ayuntamiento; San Francisco de Macorís tenía 107; Santiago 356;
Puerto Plata 191; mientras La Vega tenía 100.


La mayoría de estos establecimientos eran pequeños comercios o talleres atendidos casi siempre por sus dueños con ayuda familiar. En los pueblos del interior casi todos los comercios eran
propiedad de dominicanos, pero en los puertos principales, Santo Domingo, San Pedro de Macorís, Puerto Plata y Sánchez, había un visible grupo de empresarios extranjeros y firmas extranjeras que controlaban el comercio de importación y exportación,
y mantenían estrechos lazos con las principales casas comerciales de los pueblos del interior.


Estos pueblos eran bastante pequeños. Santiago tenía entonces
10,000 habitantes, en tanto que la población de Santo Domingo
apenas sobrepasaba las 15,000 personas. Los demás poblados tenían pocas calles y pocas casas, aunque Sánchez, Puerto Plata, La
Vega, Azua, Montecristi y San Pedro de Macorís se consideraban
ciudades importantes por funcionar como centros de acopio y distribución de amplias regiones ganaderas, agrícolas, madereras o
azucareras. A pesar de su importancia económica, la población de
estas «ciudades» no sobrepasaba las cinco mil personas.
Estos centros poblados se conectaban entre sí a través de una
primitiva red de caminos de herradura que permitían el paso de
carretas sólo en muy cortos tramos.Tanto en la narrativa de Cestero como en muchas otras crónicas de esa época los escritores no
cesaban de deplorar la falta de caminos carreteros:

«De Santo Domingo hasta La Vega, cuenta Cestero, el camino
era un solo pantano; no caminaban veinte pasos las bestias sin atravesar charcos, verdaderos arroyos de lodo, en los cuales el animal se
sumerge hasta la barriga y sale gracias a la voluntad de las bestias
criollas, a la espuela y los gritos del jinete...Hacer caminos, he ahí la
gran obra de empresa inmediata. Mientras los caminos sean estos pantanos interminables, estas veredas estrechas, estas agrias cuestas,
el Progreso no pasará por ellos. Hay un gran número de frutos menores en el Cibao que podrían traerse a la Capital y hay en Santo
Domingo productos industriales que podrían ser llevados allí; operaciones ventajosas para ambos mercados. Pero sin caminos que
hagan rápido y barato el transporte, ¿cómo ha de llevarse a cabo este
cambio útil y necesario? El Gobierno debiera pensar menos en los
palacios de las ciudades y más en los caminos».
En las zonas de plantación la situación era bien distinta debido
a la existencia de los ferrocarriles que facilitaban la apertura de
nuevas tierras a la agricultura comercial y permitían el flujo rápido.

de mercancías y pasajeros. Sin los trenes no es posible explicar la
revolución azucarera que convirtió las llanuras del este y del norte
del país en plantaciones cañeras. Los ferrocarriles privados de las
plantaciones bananeras de Sosúa y Sabana de la Mar también aceleraron la colonización de estas regiones anteriormente muy poco
pobladas.
Sin el ferrocarril Sánchez-La Vega promovido por los productores de cacao encabezados por el empresario Gregorio Rivas tampoco puede explicarse la colonización de las tierras del Cibao oriental y el crecimiento de los pueblos de Salcedo, Tenares, San Francisco de Macorís, Pimentel, Villa Rivas, Castillo y Sánchez, ni la
rápida modernización de La Vega a la vuelta del siglo.
Estos ferrocarriles, junto con sus ramales desde Las Cabuyas hasta
Tamboril, y la línea del Ferrocarril Central Santiago-Puerto Plata,
brindaron los rieles sobre los cuales descansó el desarrollo de una
nueva economía exportadora que dio inicio a las grandes transformaciones estructurales de la sociedad dominicana en el curso del
siglo 20.
Para 1925 las redes ferroviarias, tanto azucareras como comerciales, habían sido completadas. Vistas en conjunto, las plantaciones azucareras tenían casi cuatro veces más extensión que las comerciales pues mientras los rieles de todos los ingenios sumados
tenían una longitud de 908 kilómetros, los ferrocarriles del Cibao
sólo se extendían por 237 kilómetros, 99 de Santiago a Puerto Plata, y 138 de Sánchez a La Vega.


La introducción del ferrocarril en una economía cuyo ritmo
marchaba al paso de las recuas de burros y de mulos obligó a los dominicanos a reajustes profundos en su estilo de vida. Esos cambios se profundizaron con la llegada del telégrafo a través del cable
francés, al tiempo que la República Dominicana abría sus puertas
a varias firmas navieras cuyos barcos movidos a vapor acortaban la
distancia entre la República Dominicana, los Estados Unidos y
Europa en forma considerable.


Muchas comunidades del país vivían entonces del cultivo de
tabaco, la crianza de ganado, la venta de cueros, la producción de
cera y miel, el corte de maderas y la fabricación de aguardiente de
caña para el mercado local.
Al decir de los testigos, esta población se contentaba con una vida
sobria y de bajo consumo en donde los elementos indispensables para
la vida eran cultivados en pequeños conucos familiares o adquiridos
en los ventorrillos, pulperías y bodegas de los campos o en las pocas
tiendas de abastos que había en los escasos centros urbanos.
La producción agrícola se sustentaba en una tecnologia primitiva que no conocía el arado ni los abonos ni los injertos ni mucho
menos el uso de semillas mejoradas ni, en el caso de la ganadería,
el uso de cercas o de pastos mejorados. La tecnología agrícola se
reducía al uso de la coa y el machete auxiliados por el garabato.


En esta sociedad el tiempo transcurria conforme a los ciclos de
las cosechas y el ritmo económico estaba marcado por la velocidad con que se movían las recuas de burros, caballos y mulos que transportaban los productos hacia los pocos puertos de salida, y por ello
la economía marchaba a ritmo lento.
Esta era una sociedad rural y tradicional en donde la vida discurría conforme a patrones de comportamiento establecidos por la
costumbre, con hábitos congelados en numerosos ritualismos colectivos que marcaban las normas del uso del tiempo, el curso de la
administración pública y el estilo de la lucha política.
En esta sociedad los campesinos y peones poseían una educación formal prácticamente nula, el analfabetismo era la regla y,
por lo tanto, la comprensión de las leyes de la naturaleza se basaba
en nociones mágicas ancestrales que jugaban un papel central en
el conocimiento y manipulación del medio ambiente.
Económicamente, el campesinado dominicano se encontraba
atado a una cadena de dependencia en relación con una minoría de
comerciantes importadores y exportadores, cuyos agentes en las ciudades del interior respondían a los intereses de casas comerciales
ubicadas en los principales puertos, las cuales eran, a su vez, dependientes de grandes casas matrices establecidas en el extranjero.
Estos grandes comerciantes, junto con una minoría de grandes
terratenientes y hacendados, componían la élite de las ciudades,
por debajo de la cual habían varias capas de profesionales y buró-
cratas, entre los que se destacaban algunos abogados y notarios,
contadísimos médicos y funcionarios del gobierno, los oficiales del
ejército y una gran variedad de artesanos.

La élite tradicional, según se observa en los almanaques, guías y
directorios publicados en los primeros treinta años del siglo 20, exhibía hábitos tradicionales y mostraba una franca orientación
parroquial y pueblerina, aunque algunos de sus miembros procuraban imitar lo más posible las costumbres francesas y españolas de
finales del siglo 19.
Algunos miembros de esta élite tenían la posibilidad de viajar
al extranjero y de entrar personalmente en contacto con el mundo
exterior. En Puerto Plata, por ejemplo, muchas personas habían
tenido la oportunidad de viajar en barco a Nueva York, algo que
los hacía sentirse distintos de sus demás compatriotas. El resto de
la población tenía que contentarse con aprender acerca de lo que
ocurría en el seno de las sociedades «modernas» o industrializadas
del norte del Atlántico a través de la lectura de libros y revistas.
A principios del siglo 20 la élite dominicana vivía prácticamente
encerrada sobre sí misma y dividida por perniciosos regionalismos
acentuados por el aislamiento e incomunicación de las ciudades y
los campos debido a la ausencia de caminos.
En general, la élite dominicana vivía acomodada al cambio lento
de la economía y estaba acostumbrada a un modo de vida patriarcal y a usos y costumbres propios de una población portadora de
una profunda religiosidad que se hacía evidente en la participación masiva en las fiestas religiosas de las vírgenes de La Altagracia y Las Mercedes y en la observancia respetuosa de los ritos cató-
licos de Semana Santa.


La elite urbana vivía contrapuesta a la mayoría de la población
rural. Los campesinos dominicanos exhibían una compleja mezcla
de costumbres rurales españolas y africanas en las que prevalecía la
existencia de uniones consensuales, familias extendidas, patrones seriales de apareamiento, matrifocalidad familiar, autoritarismo
paterno, subordinación permanente de la mujer al hombre y división natural del trabajo según los sexos.


En los pueblos, casi toda la ocupación femenina se concentraba
en los quehaceres domésticos y en los oficios de modista, costurera, maestra, vendutera, dependiente de tiendas de fantasía y empleada doméstica. Los hombres, en cambio, ejercían una gama más
amplia de ocupaciones y buscaban entretenimiento fuera de sus
hogares en las pulperías y galleras, o jugaban cartas y dados a escondidas de las autoridades pues entonces el Estado perseguía activamente los juegos de azar, aunque no siempre con éxito.
Junto a la pulpería y la bodega rural, la gallera ocupaba un lugar
destacado en la sociedad campesina. La gallera era el corazón y la
pasión de la vida dominicana. En la gallera todos los símbolos de
lo valioso quedaban resumidos en las lealtades de los hombres a
sus animales de combate. Por ello no es casual que los principales
partidos políticos de la época adoptaran al gallo como símbolo de
sus lealtades.
Esas lealtades sólo podían ser superadas por las que se juraban
los compadres al establecer vínculos permanentes de amistad y familiaridad que los protegía de los peligros de la ferocidad política y
de las incertidumbres de la pobreza.
El compadrazgo estaba incorporado a toda una dinámica de lealtades personales y de adscripciones políticas y familiares, locales y
regionales que venían a culminar en la estructuración de un sistema de patronazgo y clientela absolutamente universal cuya expresión social era el caudillismo.


Esta sociedad que acabamos de describir ya se encontraba en un
intenso proceso de cambios cuando Tulio Cestero hizo su viaje a
caballo por el Cibao en 1900. El más importante factor de cambio
en esa época fue, como hemos dicho, el desarrollo de la economía
de plantaciones.
Estas plantaciones surgieron luego que capitalistas cubanos y
norteamericanos aprovecharon los incentivos fiscales otorgados
por los gobiernos liberales de finales del siglo 19, y adquirieron
grandes extensiones de tierras incultas, despobladas y baratas, sembrando en ellas caña de azúcar y construyendo centrales azucareras
movidas por máquinas de vapor que podían procesar en un día 200
veces más caña que el más grande de los trapiches tradicionales.


El desarrollo de la industria azucarera en la República Dominicana obligó a las poblaciones campesinas en donde se instalaron
los centrales azucareros a replegarse hacia los montes a medida
que las tierras iban siendo captadas por los ingenios y, al mismo tiempo, obligó a esas mismas personas a buscar sustento como trabajadores agrícolas o industriales asalariados en unas empresas cuyo
ciclo de producción y cuya competitividad en el mercado mundial
generaba un nuevo ritmo de vida en todas las áreas bajo su influencia.
Con la aparición de las centrales azucareras los dominicanos asistieron a las primeras transformaciones radicales en el campo dominicano con todas las profundas implicaciones que tenía para miles de
campesinos quedar convertidos en proletarios agrícolas o en vagabundos rurales obligados a vivir errantes por haber perdido sus tierras
en manos de los centrales. La inconformidad de esos campesinos sin
tierras llevó a muchos al bandidaje y a otros al gavillerismo político.
El ingenio, esa gran empresa capitalista agroindustrial, vino a
convertirse así en el primer y más decisivo factor de cambio en la
vida rural dominicana, en el sur y en el este del país, a finales del
siglo 19 y principios del siglo 20.
La expansión territorial del ingenio no sólo cambió el ritmo de
la economía de sus zonas de influencia con la introducción de una
nueva disciplina industrial y la introducción del ferrocarril, sino
que produjo nuevas exigencias económicas y jurídicas sobre el sistema de tenencia de la tierra.
La propiedad de la tierra estaba regida por un sistema de terrenos comuneros originado durante el período colonial que se había
perpetuado prácticamente sin cambios debido a la escasez de población, a la pequeñez del mercado interno y a la escasa demanda
para los productos agrícolas y debido, sobre todo, a la depreciación
de la tierra que generaba la falta de camino.


Debido a las presiones de los ingenios para que el Estado regulara
la propiedad territorial, en 1911 el gobierno se vio precisado a expedir una ley para la partición de los terrenos comuneros que sería el
comienzo del fin del tradicional sistema dominicano de tenencia de
la tierra que se había mantenido vigente durante 400 años.
Al igual que ocurrió en otros países de América Latina, el rápido desarrollo de una economía orientada hacia la exportación de
materias primas contribuyó a la expansión de la demanda y, con
ello, a la ampliación del reducido mercado interno favoreciendo
un rápido aumento en las importaciones de bienes manufacturados que el país no estaba en condiciones de producir.
La expansión de las exportaciones generó divisas para financiar
el aumento de las importaciones y el país desarrolló en los primeros 30 años del siglo un importante sector mercantil en las principales ciudades y puertos. El crecimiento de este sector mercantil
fue favorecido por la ampliación de las líneas ferroviarias y la construcción de tres carreteras nacionales.
El comercio floreció notablemente en Santo Domingo, San
Pedro de Macorís, Puerto Plata, Santiago, La Vega y Sánchez. Estos pueblos mejoraron su planta física, construyeron nuevos edificios de concreto, parques, calles, teatros, escuelas, hospitales y
modernos sistemas de alumbrado. Las carreteras posibilitaron la
entrada de nuevas tecnologías en el campo, y facilitaron la extracción de los productos agrícolas de aquellas zonas rurales que habían permanecido aisladas.


Basta echar una mirada a las páginas del conocido Directorio y
Guía General de la República Dominicana publicado por EnriqueDeschamps en 1906 para observar el creciente auge del sector
mercantil dominicano en cada uno de los pueblos y provincias
del país.
En ese año, la ciudad de Santo Domingo contaba con una fábrica de licores, otra de galletas, una de fideos, una fábrica de fósforos, una fábrica de medias, una de sombreros y dos fábricas de jabón, once farmacias, dos hoteles, cuatro librerías, diez peleterías,
tres platerías, ocho panaderías, cuatro restaurantes, once sastrerías, tres talabarterías, dos sombrererías, once tabaquerías y diecinueve zapaterías, tres chocolaterías, tres almacenes de madera im -portada, trece barberías, dos agencias funerarias, tres alambiques,
cinco casas bancarias, dos agencias funerarias y una veintena de
negocios de representación comercial de firmas extranjeras.
En los demás pueblos del interior esta lista de establecimientos
mercantiles, manufactureros y de servicios se repite con bastante semejanza, variando únicamente el número según el tamaño de las localidades. En San Pedro, Azua y Puerto Plata, por ejemplo, se establecieron varias fábricas de hielo esos mismos años. Estas fábricas vinieron a agregarse a las panaderías, sastrerías, talabarterías, sombrererías,
tabaquerías, baulerías, zapaterías, cigarrerías, latonerías, herrerías, alfarerías y tenerías que constituían la base de la producción local en
prácticamente cada uno de los principales pueblos del país.
San Pedro de Macorís era entonces la ciudad que crecía más
rápidamente. Al decir de Deschamps, en San Pedro de Macorís
«el comercio ha alcanzado en breves años un desarrollo extraordinario» y su población contaba ya con 15,000 habitantes, casi igualando la de Santo Domingo, capital de la República.

Al crecer las exportaciones aumentaron los ingresos en divisas y
se expandió también la masa monetaria en circulación generando
un rápido aumento de la demanda de manufacturas y mercancías de
todo tipo. Ya en 1910 los comerciantes observaban que la oferta
local de manufacturas era insuficiente para abastecer la demanda
creada por el aumento del dinero circulante debido a los crecientes
ingresos generados por el aumento de las exportaciones.
Aparecieron entonces nuevos aserraderos y fábricas de hielo,
fábricas de gaseosas y ebanisterías, se crearon periódicos y se amplió el número de fábricas de ladrillos que vinieron a unirse a las
numerosas destilerías, carpinterías, chocolaterías y licorerías que
habían surgido en años anteriores.
Un directorio publicado en 1916 por J. P. Perelló bajo el título
Anuario Comercial, Industrial y Profesional de la República Dominicana da cuenta del crecimiento del sector mercantil y artesanal en
los principales pueblos del país durante los primeros quince años
del siglo. Una imagen parecida surge de la lectura de El Libro Azul,
publicado en 1920 por una editora newyorkina para promover el
país ante posibles inversionistas norteamericanos.
Según estos directorios, en cada uno de los pueblos la producción local estaba bastante diversificada. Los talleres artesanales y
las pequeñas fábricas utilizaban materias primas locales: aguardiente, cebo, cacao, cuero, tabaco, coco, madera, sal. En aquellos casos en que se requería la importación de materias primas,
la proporción del costo de estos insumos estaba ampliamente
compensada con la baratura y abundancia de la mano de obra
local disponible.


El tamaño de estos establecimientos era bastante pequeño y aun
cuando algunos aparecen anunciados en este anuario y en los periódicos como fábricas, lo cierto es que muchos eran pequeños talleres de uno o dos empleados manejados normalmente por sus
propietarios con la ayuda de algún aprendiz que era generalmente
un miembro de la familia del dueño.
En las zonas de influencia de las plantaciones, los comercios y
talleres se beneficiaban parcialmente del dinero que se pagaba en
salarios a sus trabajadores, aunque no mucho pues casi todos los
ingenios pagaban con vales y tokens redimibles solamente en las
bodegas y tiendas de las centrales azucareras.
El resto del país se beneficiaba de los cambios económicos a
través de los gastos del gobierno, pero el aislamiento de muchas
comunidades campesinas y poblados del interior les impedía participar plenamente en las ventajas del crecimiento económico. Por
ello en la sociedad rural y pueblerina anterior a la Primera Guerra
Mundial la vida política continuó por los mismos cauces, la educación no varió sustancialmente y el ejercicio del poder militar se
mantuvo dentro de las líneas del caudillismo tradicional.
Además, el ritmo de estos cambios no era el mismo en las diferentes zonas del país. Todavía en 1910 la República Dominicana
no tenía más carreteras que dos caminos abiertos en el gobierno de
Ramón Cáceres, uno de los cuales llegaba hasta Los Alcarrizos y el
otro hasta el río Haina partiendo ambos de Santo Domingo.
Por ello los cambios en las estructuras de las comunicaciones a
principios del 20, no fueron, desde luego, universales ni afectaron a
todo el mundo al mismo tiempo ni de la misma manera, pero el mundo de los negocios empezó a hacerse más activo al incorporar nuevos
inventos. Un ejemplo de estas innovaciones fue la llegada de la má-
quina de escribir y el linotipo que agilizaron las comunicaciones escritas y permitieron el surgimiento de periódicos diarios modernos como
el Listin Diario, en Santo Domingo, y El Diario, en Santiago.
Estos elementos modernos eran más evidentes, como hemos dicho, en las zonas de influencia de los centrales azucareros, particularmente en la ciudad de Santo Domingo y en el nuevo puerto de San
Pedro de Macorís en donde, además de los trenes, las plantaciones
hacían uso corriente del telégrafo y el teléfono. El resto del país, como
afirmaban muchos testigos, continuaba su modo de vida tradicional.


Muchos de los cambios más decisivos se produjeron en el país
durante el gobierno militar norteamericano entre 1916 y 1924.
Sobre estos cambios podrían escribirse varios libros porque cada
uno de ellos afectó profundamente un aspecto clave de la vida
dominicana.
El más conocido de todos fue el que tuvo lugar a raíz de los
empeños del gobierno militar de comunicar a la capital de Santo
Domingo con las principales regiones del país a través de la construcción de una red de carreteras que comenzó en 1917 y que en
1922 alcanzaba 374 kilómetros construidos.

Aun cuando las carreteras construidas durante este período fueron apenas tres estrechos caminos pavimentados, el hecho de que
por ellos pudieran circular vehículos de motor, revolucionó la velocidad de la economía dominicana al acortar a unas pocas horas
el transporte de alimentos y mercancías de una parte a otra del
país. Con estas carreteras comenzó a hacerse realidad el sueño demuchos dominicanos que esperaban ver el día en que los habitantes de la capital de la República pudieran trasladarse por tierra a
Santiago, Azua o Higüey en cuestión de pocas horas.
El gobierno provisional de Juan Bautista Vicini Burgos que sucedió al gobierno de la ocupación militar norteamericana continuó la construcción de estos caminos entre 1922 y 1924, y dejó
177 kilómetros de nuevas carreteras. Por su parte, el gobierno de
Horacio Vásquez construyó otros 212 kilómetros de carreteras entre 1924 y 1930 dejando conectadas a las principales regiones del
país con la capital de la República.
Esta red de carreteras tuvo un impacto mucho mayor que los
ferrocarriles en la vida dominicana porque con ellas pudo el gobierno nacional centralizar efectivamente la vida administrativa, económica y militar de la República por primera vez en su
historia.

Las carreteras permitieron también integrar por primera vez el
mercado interno del país, aunque con el tiempo las carreteras
terminaron por liquidar el sistema tradicional de recuas que empezaba a debilitarse en la zona del Cibao por la introducción del
ferrocarril.
El negocio de los ferrocarriles también sucumbió al impacto de
las carreteras porque los camiones manejaban más eficientemente
la carga. Con el tiempo el volumen de mercancías transportadas
por ferrocarril fue disminuyendo, y aunque la carga ferroviaria volvió a subir durante la Segunda Guerra Mundial, pocos años después de concluida ésta los ferrocarriles perdieron su utilidad y el
gobierno dejó de invertir en su mantenimiento hasta su virtual
paralización en la década de los años cincuenta.
Sin las carreteras no puede explicarse la modernización de la
República Dominicana en el siglo 20. Puede perfectamente establecerse una relación entre el aumento del kilometraje vial con el
aumento en la producción de la riqueza en la República Dominicana y, desde luego, con el aceleramiento del ritmo de los cambios
que ha experimentado el país en los últimos 50 años.
Otros cambios en la vida dominicana durante este periodo están directamente relacionados con la educación y la salud, pues
en estas áreas el gobierno norteamericano invirtió esfuerzos y
dinero para transformar las condiciones prevalecientes hasta entonces.


Durante los años 1917 a 1920, el gobierno militar norteamericano puso en marcha un programa de financiamiento a la educación primaria utilizando los impuestos a la propiedad cobrados a los ingenios. El impacto de este programa puede evaluarse recordando que en 1915, en vísperas de la ocupación norteamericana,
había en el país 364 escuelas que atendían 14,623 estudiantes solamente. En su momento de mayor desarrollo, en 1920, este programa había servido para aumentar a 980 el número de escuelas y
a 101,978 la cantidad de estudiantes.
La crisis financiera de 1921 que llevó a la quiebra a numerosas
compañías y que afectó gravemente a los ingenios, redujo los ingresos por concepto del impuesto a la propiedad territorial y el
gobierno se vio obligado a cerrar un tercio de esas escuelas quedando su número reducido a 503 establecimientos educativos con
apenas 44,871 estudiantes. Hasta entonces más del 90 por ciento
de la población dominicana era completamente analfabeta.
Estos cambios que hemos venido reseñando no transformaron completamente la sociedad tradicional dominicana ni, mucho menos, su
cultura. A pesar de las obras públicas realizadas durante el gobierno
militar y la administración de Horacio Vásquez (1924-1930), y de las
nuevas inversiones que se llevaron a cabo en el comercio y en la industria, todavía en 1930 la vida dominicana seguía transcurriendo
dentro de cauces provincianos mientras la estrechez económica limitaba el desenvolvimiento de la mayoría de las familias.
Las sociedades locales seguían estructuradas a la manera tradicional con sus élites organizadas en clubes de primera, en los pueblos más grandes, como el Club Unión, en Santo Domingo, el
Casino Central, en La Vega, el Centro de Recreo, en Santiago, el
Club del Comercio, en Puerto Plata, el Club Esperanza, en San
Francisco de Macorís, y otros.

Los sectores medios seguían constituidos por los artesanos y trabajadores calificados organizados en diferentes instituciones gremiales y de ayuda mutua, pues todavía el escaso desarrollo industrial no había generado una masa de trabajadores suficientemente
numerosa como para hacer posible el desarrollo de sindicatos y
organizaciones obreras.


En las crónicas de los viajeros que anduvieron por el territorio
nacional a principios de siglo la despoblación es un tema tan permanente como la falta de caminos. En 1906 la población total del
país apenas sumaba 638,000 personas agrupadas, como hemos visto, en pequeños pueblos y ciudades, o dispersa por los campos.
En 1920 la población dominicana había aumentado a 895,000
personas debido tanto al crecimiento vegetativo como a la continua inmigración de grupos de distintas nacionalidades que buscaban aprovechar las oportunidades que abría la nueva economía de
plantaciones. Aun cuando los pioneros de esos grupos empezaron
a llegar al país en las últimas dos décadas del siglo 19, el flujo de
extranjeros continuó aumentando en los primeros veinte años del
siglo 20.
Sirios y libaneses, españoles peninsulares, muchos de ellos catalanes, gallegos y canarios, algunos chinos y numerosos puertorriqueños probaron fortuna en el país en estos años y se quedaron.


formando numerosas familias que hoy ocupan una posición destacada en la sociedad dominicana.
En las zonas de plantación, mientras tanto, los inmigrantes eran
haitianos y «cocolos», esto es, habitantes de las Islas Vírgenes o de las
Islas Turcas que viajaban estacionalmente todos los años a San Pedro
de Macoris, La Romana o Puerto Plata para trabajar en los ingenios
azucareros. Muchos de estos inmigrantes se quedaban, a pesar de los
esfuerzos de las autoridades por repatriarlos, y con el tiempo fueron
formando visibles núcleos familiares en estas ciudades azucareras.
Todavía falta un estudio definitivo acerca del impacto demográfico de estos inmigrantes en el crecimiento poblacional de estos centros urbanos, pero los números indican que este crecimiento no podía ser únicamente vegetativo. Santo Domingo, por ejemplo, que en 1907 tenía 18,627 habitantes, vio crecer su población
a 30,957 en 1920. San Pedro de Macorís, por su parte, creció de
7,500 personas en 1910 a 13,802 en 1920, mientras Puerto Plata
llegó a tener 7,709 personas en 1920. El crecimiento más visible lo
tuvo La Romana que de unas 1,000 personas en 1910 creció a 6,129
en 1920. Barahona, hija de un nuevo ingenio azucarero construido durante la Primera Guerra Mundial, creció de la nada a 3,826
personas en ese mismo año.
En 1935 la población nacional había crecido a 1,479,000 personas. Santo Domingo, la capital, mostraba un crecimiento demográfico considerable en los últimos quince años pues su población
había crecido a 71,091 personas. Santiago, con 34,175 habitantes,
también duplicó su población desde el censo de 1920 cuando se
registraron allí 17,152 personas.


Puerto Plata y San Pedro de Macorís crecieron poco, la primera
apenas subió a 11,772 habitantes, y la segunda a 18,617. Barahona, por el contrario, siguió creciendo y duplicó el número de sus
habitantes alcanzando las 8,367 personas en 1935.
Las inmigraciones, por un lado, y las campañas sanitarias del
gobierno militar fueron responsables de este crecimiento poblacional. Las campañas para combatir el paludismo, la sífilis, las enfermedades venéreas y los parásitos intestinales que afectaban a la
mayoría de la población dominicana, contribuyeron a mejorar la
salud pública a nivel nacional y favorecieron un descenso en las
tasas de mortalidad y un aumento de la expectativa de vida con el
consiguiente crecimiento de la población.
Las altas tasas de crecimiento poblacional de los primeros cincuenta años del siglo 20 indican que la revolución demográfica
comenzó temprano en la República Dominicana. Una proyección
de la población realizada en 1945 y publicada en un volúmen de la
Dirección General de Estadística calculaban la población nacional para inicios de 1946 en algo más de dos millones de personas,
de las cuales 131,000 debían vivir en la ciudad de Santo Domingo.
Más adelante mostraremos los factores que impulsaron ese continuado crecimiento demográfico.

Por ser Nueva York el principal mercado del azúcar dominicano, y porque a principios del siglo 20 los Estados Unidos se empe-
ñaban en mantener una presencia naval en el Caribe compatible
con sus planes de protección del Canal de Panamá, la República
Dominicana entró en contacto cada vez más estrecho con los Estados Unidos.
Estos lazos se estrecharon aún más durante la Primera Guerra
Mundial, no tanto por una decisión particular de los dominicanos,
como por las dificultades políticas y financieras del país que arrojaron finalmente a la República Dominicana en manos del gobierno militar de la Marina de los Estados Unidos a partir de 1916.
Debido a la guerra, el gobierno militar impuso rígidos controles al comercio del país con las naciones en pugna y forzó el
rompimiento de los vínculos comerciales que el país había mantenido tradicionalmente con varios países de Europa, entre ellos
Alemania.

Entretanto, el gobierno militar norteamericano gobernó en favor de las empresas estadounidenses, y sus representantes aprovecharon los ocho años de estabilidad política bajo el mando del
Departamento de Marina de los Estados Unidos para promover el
país como un lugar seguro para los inversionistas.
El profesor Melvin Knight, de Barnard College, en Columbia
University, estudió en 1926 los cambios económicos que tuvieron
lugar en la República Dominicana durante los 10 años que siguieron al comienzo de la Primera Guerra Mundial, y dejó un libro
titulado Los Americanos en Santo Domingo, en el cual detalla el
creciente dominio norteamericano de la economía dominicana
durante este período.
Durante la ocupación el gobierno militar protegió activamente
las inversiones norteamericanas anunciando a la República Dominicana en los Estados Unidos como un lugar pacífico en donde
las inversiones norteamericanas gozaban de garantías. Una de las
compañías invitadas a realizar inversiones en el país fue el National City Bank, el cual se unió a otros bancos canadienses y británicos en el financiamiento de las compañías azucareras.
Entre las compañías norteamericanas que se establecieron en la
República Dominicana, estuvo la Orme Mahogany Company, que
se dedicó a explotar la caoba del país y obtuvo una concesión de
más de medio millón de acres de bosques. Otras compañías madereras como la Enriquillo Company, la Habanero Lumber Company,
y la Barahona Wood Products Company obtuvieron concesiones
similares y se dedicaron con gran energía a talar bosques vírgenes
de maderas duras y preciosas.

Otras compañías norteamericanas también recibieron concesiones para establecer plantaciones de algodón, molinos de harina de trigo, o para realizar exploraciones petroleras en Azua, en
el sur de la isla.
La lista de otras firmas norteamericanas que se establecieron en
la República Dominicana en esos años es bastante larga. Muchas
de ellas desplazaron a las firmas alemanas que controlaban buena
parte del comercio exterior dominicano antes de la Primera Guerra Mundial. Pero otras invirtieron en negocios nuevos, tales como
las compañías importadoras de combustibles y lubricantes, automóviles, camiones, maquinarias industriales, o empresas especializadas en la producción de energía eléctrica.
Debido a la guerra casi todos los países que poseían economías de
plantación experimentaron un extraordinario crecimiento de sus
exportaciones. En la República Dominicana este crecimiento afectó directamente el sector azucarero. Para aprovechar la extraordinaria subida de los precios del azúcar, la South Porto Rico Sugar Company decidió instalar una central en La Romana para expandir su
producción. Hasta entonces, esta compañía sólo producía caña en
La Romana, la cual era exportada en barcazas hacia la Central Guá-
nica, en Puerto Rico. Ya en 1918 la Central Romana se encontraba
en operación produciendo unas 40,000 toneladas de azúcar por año.



Otra de las compañíasieron en el país durante la
escalada de precios de la Primera Guerra Mundial fue la Barahona
Company, cuyos dueños adquirieron casi 50,000 acres de tierras en
el oeste de la República y construyeron allí la segunda central más
grande del país. Cuando los constructores de la Central Barahona se quedaron cortos de capital, los directores del grupo financiero que la
apoyaba organizaron una nueva compañía, la Cuban Dominican
Sugar Development Syndicate, para hacerse cargo de las operaciones en la República Dominicana.
Como parte de esta operación, la Cuban Dominican compró
los ingenios San Isidro y Consuelo cercanos a Santo Domingo, así
como los ingenios Ansonia y Ocoa, en Azua, y otros cinco ingenios más pequeños. Para 1926, la Cuban Dominican controlaba
10 de las 19 centrales dominicanas y era el más importante consorcio azucarero del país. En 1924, sus dueños le cambiaron el nombre y la llamaron Cuban Dominican Company.
En 1926 el valor declarado de las propiedades de la Cuban Dominican Company en la República Dominicana ascendía a $25.5 millones,
en tanto que la Central Romana y sus plantaciones estaban valoradas
en $9.7 millones. En ese año las inversiones de las compañías norteamericanas en el sector azucarero dominicano ascendían a $43 millones. Tres años más tarde, en 1929, las compañías norteamericanas controlaban el 92 por ciento de la producción azucarera dominicana.
Las centrales norteamericanas se convirtieron en verdaderos enclaves independientes que casi no pagaban impuestos, que tenían su
propia moneda, su propia policía y su propio sistema social, y que
controlaban a veces pueblos enteros cuyos habitantes dependían exclusivamente de los empleos generados por la plantación o el ingenio.
A medida que las nuevas plantaciones norteamericanas crecieron, muchas comunidades rurales que antes llevaban una vida agrí-
cola o ganadera independiente fueron barridas y en su lugar crecieron campos de caña trabajados por braceros extranjeros.

Durante los primeros cincuenta años del siglo 20 los ingenios fueron negocios reservados a las compañías extranjeras.
Debido a las grandes inversiones que requería la instalación de
una central azucarera, los empresarios dominicanos que deseaban instalar industrias tenían que contentarse con otros negocios pues en ese entonces el país tenía una dotación de capital
muy pequeña.
Como hemos visto, en los primeros treinta años del siglo, el
sector manufacturero dominicano estaba compuesto mayormente
por talleres y fábricas de pequeño tamaño y tecnología artesanal.
Este sector entró en crisis a partir del año 1920 debido a dos factores claramente percibidos por los dominicanos de aquella época.
Uno fue la crisis de precios del azúcar, el cacao, el café y el tabaco
que puso fin a la llamada «danza de los millones».


El otro fue la imposición, por parte del gobierno militar norteamericano de una ley de aranceles que redujo o eliminó sustancialmente los impuestos de importación a más de 700 artículos norteamericanos, muchos de ellos industrializados, que entraron a competir directamente con las artesanías dominicanas.
El resultado de ambos factores produjo la quiebra o el cierre de
un gran número de establecimientos manufactureros en la Repú-
blica Dominicana. Muchos de estos negocios volvieron a surgir
durante el gobierno de Horacio Vásquez, entre 1924 y 1930, gracias a la protección otorgada por una ley (La Ley No. 190) que
aumentó los impuestos al consumo de ciertos productos importados y funcionó como un arancel disfrazado para proteger las manufacturas locales.
Gracias a la Ley No. 190, algunos artesanos pudieron reabrir sus
talleres, pero la masiva importación de artículos extranjeros no se
detuvo hasta la gran depresión económica mundial que comenzó
en septiembre de 1929. Esta depresión interrumpió el comercio
exterior dominicano. Las exportaciones cayeron a niveles ínfimos
y el país se quedó sin divisas para pagar sus importaciones.
La crisis mundial deprimió de tal manera la economía nacional
que a los dominicanos se les hizo cada vez más difícil pagar por sus
importaciones en la década de los años 30. Para aprovechar el vacío de importaciones durante aquellos años, aparecieron nuevos
talleres artesanales, al tiempo que se expandieron los existentes.
Esta expansión fue relativamente limitada debido a la pequeñez
del mercado interno y a la escasa masa de dinero circulante.

Para estimular este desarrollo el gobierno dominicano intentó
pasar varias leyes de fomento de la industria nacional. La primera de estas leyes, llamada «Ley de Franquicias Industriales» fue promulgada en 1934, pero no logró entrar completamente en vigencia pues tuvo que ser derogada pocos meses después debido,
entre otras causas, a que contradecía la Convención DomínicoAmericana de 1924 que establecía que el gobierno dominicano
no podía alterar el arancel sin consentimiento expreso de los Estados Unidos.
Para incentivar la creación de industrias modernas de sustitución de importaciones fue necesario sustituir la Convención de
1924 por una nueva Convención, conocida en el país como Tratado Trujillo-Hull, que puso el control de las aduanas en manos dominicanas en 1940.
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, la República Dominicana volvió a padecer una nueva crisis de importaciones pues
los países del norte del Atlántico y Europa especializaron su producción en bienes de guerra y dejaron de abastecer adecuadamente a los países tropicales y del sur del planeta. Esta nueva crisis
estimuló al gobierno dominicano a buscar nuevas fórmulas para
fomentar la creación de industrias nacionales capaces de sustituir
las importaciones que faltaban o escaseaban.
En 1942 el gobierno modificó la Constitución y, entre otras reformas, otorgó tanto al Congreso Nacional como al Poder Ejecutivo la capacidad de conceder exoneraciones de impuestos a empresas privadas que atrajeran la inversión de nuevos capitales.

En los años siguientes, el gobierno dominicano hizo uso generoso del nuevo Artículo 90 de esta Constitución y favoreció con
contratos y concesiones fiscales a muchos empresarios dominicanos y extranjeros que establecieron industrias de sustitución de importaciones. El gobierno también utilizó el Artículo 90 para fomentar industrias estatales que requerían mayores inversiones que
el sector privado no podía realizar.
Para entonces, ya el gobierno había prohibido la exportación
de ciertos productos manufacturados localmente, y más adelante
prohibió la exportación o reexportación de productos considerados esenciales. Entre esos productos se encontraban los vehículos
de motor y sus repuestos, el ganado, la carne, aves, botellas vacías,
jabones, fósforos, tabaco y medicinas.
Esa lista sufrió diversas modificaciones durante la Segunda Guerra Mundial, pero varios de los productos señalados en ella quedaron atractivamente marcados para ser producidos localmente en
modernas plantas industriales protegidas por el Estado.
Durante los años de la Segunda Guerra Mundial la economía
dominicana empezó a generar suficientes divisas para pagar por las
mercancías que el país quería importar, pero las necesidades de
guerra de los países combatientes y sus aliados impidieron el comercio regular con los suplidores tradicionales de la República
Dominicana.
Durante la depresión económica de los años treinta, el Estado
dominicano intentó estimular la producción local por medio de políticas fiscales recurriendo en unos casos a la creación o ampliación
de impuestos a las mercancías importadas, y en otros a la exoneración de impuestos de exportación a ciertas manufacturas locales.

La escasez de importaciones generada por la guerra aceleró la
industrialización del país pues los productores respondieron al
reto de abastecer una economía que apenas podía encontrar supplidores en el extranjero ya que la producción de los países industrializados quedó orientada casi exclusivamente a satisfacer
sus necesidades bélicas.
Los productores locales reaccionaron como lo habían hecho
durante la gran depresión: aumentando el número de empleados
en sus talleres y aumentando su producción, o creando nuevos talleres. Por su parte, los productores más ricos o con mejores contactos políticos obtuvieron contratos proteccionistas y concesiones fiscales especiales para la instalación de nuevas plantas manufactureras, y se acogieron a la nueva política industrial.
En los tres últimos años de la guerra, esto es, de 1943 a 1945, se
invirtieron en el país $2.3 millones en la creación de 1,154 empresas manufactureras que dieron empleo a 4,554 trabajadores. La
mayoría de esas empresas eran pequeños talleres, pero hubo algunas grandes plantas establecidas bajo la protección de contratos
otorgados por el Estado que les garantizaban el 100 por ciento de
exoneraciones a sus importaciones de maquinarias, equipos y materias primas por un término de 20 años.
El dictador Rafael Trujillo, en asociación con diversos inversionistas extranjeros, se interesó en la instalación de plantas industriales en la República Dominicana y para ello hizo que el Estado
le otorgara generosos financiamientos a sus proyectos empresariales. Normalmente el gobierno presentaba esos financiamientos
como inversiones estatales directas en sectores considerados estratégicos, pero poco tiempo después de instaladas las factorías Trujillo utilizaba a los abogados del Estado para transferirse a sí mismo o
a sus socios y allegados esas propiedades.


Así, en menos de 20 años, la República Dominicana logró desarrollar una pujante oligarquía industrial dueña de una moderna planta industrial de sustitución de importaciones de productos básicos y de amplio consumo por la creciente población nacional. Las factorías construidas en ese período fabricaban, entre
otros renglones, cemento, cerveza, textiles, calzados, muebles,
chocolate, vidrio, fertilizantes, aceites vegetales, cerámica, productos químicos, papel, harina de trigo, fibras, clavos, pinturas y
carnes en conservas.

Tradicionalmente se ha creído que el único inspirador de las
políticas de industrialización de la República Dominicana fue el
dictador Rafael Trujillo, y esta creencia siempre ha estado reforzada por el hecho de haber sido Trujillo el jefe del Estado y el principal beneficiario de esas políticas.
Al estudiar en detalle ese proceso, sin embargo, aparecen otros
actores en el escenario de la industrialización que han pasado desapercibidos por mucho tiempo. Entre esos actores se destaca muy
claramente un pequeño pero importante grupo de inversionistas
extranjeros con los cuales Trujillo se asoció para construir varias
de sus más importantes industrias.
Algunos de estos inversionistas tenían algún tiempo establecidos en el país desempeñándose como comerciantes importadores
o pequeños fabricantes de artículos de consumo. Otros vinieron
especialmente al país para asociarse con Trujillo o acogerse a los
incentivos ofrecidos por el sistema de protección de los llamados
«contratos y concesiones especiales» que otorgaba el Estado.
Cada uno de ellos trajo consigo capitales e ideas acerca del desarrollo de sus proyectos. Casi todos eran hombres de negocios con
clara conciencia de que la economía dominicana se encontraba en
un proceso de expansión y rápido crecimiento, y de que el régimen
político identificaba el progreso del país con la industrialización y
estaba dispuesto a proteger esta última. Teniendo de aliados a Trujillo y al Estado, estos empresarios invirtieron en nuevas empresas
que por ser únicas o por ser las primeras en su clase funcionaron
durante años como monopolios protegidos que no pagaban impuestos de importación por sus equipos, maquinarias o materias
primas o pagaban en forma reducida otros impuestos.


Mientras estos empresarios invertían o trabajaban en estas nuevas empresas, en muchas de las cuales Trujillo y sus familiares
tenían cierta participación accionaria, a veces abierta, a veces
oculta, el Estado realizaba importantes inversiones en infraestructura o creaba una nueva legislación orientada a proteger el
incipiente sector industrial.
El proceso de creación de industrias que acabamos de describir
fue una industrialización dirigida por el Estado, fomentada a través de una modificación constitucional, y ejecutada mediante el
otorgamiento de incentivos fiscales y regalías. A diferencia de la
industrialización rural de los ingenios azucareros, esta nueva industrialización tuvo lugar en los principales centros urbanos, particulamente en la capital de la República y en sus poblaciones aledañas como Haina, San Cristóbal y Villa Altagracia, así como en
Santiago.
La excepción a este patrón de industrialización fue el esfuerzo
que hizo Trujillo por convertirse en un importante empresario azucarero al descubrir que los dueños de ingenios habían tenido ganancias extraordinarias durante la Segunda Guerra Mundial. Utilizando los ahorros generados por sus crecientes negocios, y apoyado en los recursos del Estado, entre 1949 y 1953, Trujillo hizo construir dos ingenios, uno en Villa Altagracia y otro en Haina, dotados ambos de sus correspondientes ferrocarriles.
Para abastecer de caña la Central Río Haina Trujillo adquirió,
por las buenas y por las malas, enormes extensiones de tierra al
norte y al oeste de la ciudad de Santo Domingo, expulsando decenas de miles de campesinos de sus tierras, particularmente en la
región de Sabana Grande de Boya, en donde fueron desarrolladas
las plantaciones más extensas.

Esos campesinos tuvieron entonces que irse a vivir a otras partes
y la mayoría de ellos optó por mudarse a la capital, en donde pasó a
engrosar las filas del creciente proletariado residente en los primeros
barrios marginados de Santo Domingo, que datan de esa época.
La construcción de estos ingenios y la siembra de sus nuevos
campos de caña expandieron aún más el horizonte de las plantaciones. No contento con poseer estas dos centrales, Trujillo lanzó
una campaña en contra de los dueños de ingenios extranjeros y los
obligó a venderle todas sus centrales, de tal manera que a mediados de la década de los cincuenta, el dictador se había convertido
en el principal hacendado e industrial azucarero del país.


Llama la atención que los dos nuevos ingenios construidos por
Trujillo también fueron ubicados en las cercanías de la capital de
la República. La centralización de la actividad industrial alrededor
de los puertos de Ciudad Trujillo y Haina, a través de los cuales el
gobierno hacía pasar la mayor parte de las exportaciones e importaciones del país tuvo duraderas consecuencias estructurales para
la economía del país.
Una de ellas, claramente visible, fue la decadencia de los puertos de Sánchez, Puerto Plata, Azua y San Pedro de Macorís, de tal
manera que estas ciudades entraron en una larga depresión econó-
mica que se caracterizó por el cierre de numerosos comercios e
industrias y la emigración a otros pueblos o a la capital de gran
parte de sus élites empresariales.
Después de muerto Trujillo, el Estado continuó fomentando y
subsidiando al sector industrial y para ello los gobiernos dictaron
leyes de incentivos que estimularon la creación de nuevas industrias
de sustitución de importaciones, como veremos más adelante.


La demanda de mano de obra de las nuevas plantas industriales creadas a partir de la Segunda Guerra Mundial puso en marcha otro de los motores del cambio social en el país en el siglo 20
al generar un intenso proceso migratorio de los habitantes del
campo hacia las ciudades principales, particularmente hacia la
capital.
Como resultado de este proceso, la sociedad dominicana, que
en 1920 era todavía mayoritariamente rural, pues el 84 por ciento
de sus habitantes vivían entonces en el campo, terminó convirtiéndose en una sociedad de población mayoritariamente urbana,
tanto que para 1999, a consecuencia de la industrialización y la
urbanización, más del 60 por ciento de la población vive en pueblos, centros urbanos y ciudades.


La industrialización terminó cambiando el carácter meramente
administrativo de la ciudad de Santo Domingo al convertirla en
un centro manufacturero a donde acudieron decenas de miles de dominicanos provenientes de los campos y ciudades del interior
en busca de ocupación. Santo Domingo es hoy un conglomerado
urbano cuya población crece seis veces más rápidamente que la
del resto del país y contiene más del 30 por ciento de la población
de todo el país.
Santo Domingo tenía apenas 30,943 habitantes en 1920, mientras que hoy su población ronda los 3 millones de personas. Santiago, que tenía 17,152 personas en aquel año, hoy supera el medio millón de habitantes. Algunos pueblos que en 1920 eran apenas minúsculas aldeas hoy son pujantes centros urbanos con un
dinámico sector comercial, industrial o agropecuario.
Con todo, la industrialización no fue el único factor determinante de la urbanización dominicana. Aunque la industrialización
estimuló la urbanización de las principales ciudades del país, en
muchos pueblos la causa determinante de su acelerado crecimiento entre 1936-70 fue la agricultura comercial destinada a la producción de alimentos para el mercado interno.
Bonao, La Vega, Cotuí, San Francisco de Macorís, Nagua, San
Juan de la Maguana, Mao, Esperanza, Villa Bisonó y Dajabón,
solamente aceleraron su urbanización después de convertirse en
pueblos arroceros y de recibir los efectos de los programas de riego y colonización emprendidos por el Estado dominicano.
El crecimiento de los pueblos arroceros fue estimulado también
por la llegada de decenas de miles de familias campesinas expulsadas de sus predios por terratenientes voraces interesados en desarrollar grandes fincas ganaderas, cañeras y cafetaleras.

También contribuyó a la migración rural-urbana la saturación demográfica de los campos producida por el impacto que tuvieron
la medicina moderna y los programas de salud pública en el descenso de las tasas de mortalidad. El crecimiento demográfico vegetativo produjo excedentes de mano de obra que la pequeña propiedad campesina no podía absorber.


El crecimiento de la población urbana amplió el mercado y aumentó la demanda de productos agropecuarios. Los centros de producción de alimentos se convirtieron en focos de atracción para os campesinos sin tierra o para los miles de minifundistas que no
podían sostener a sus familias con una agricultura de subsistencia.
Los antiguos pueblos azucareros cuyos campos circundantes no
producían alimentos no tuvieron esa capacidad para absorber inmigrantes rurales y se quedaron detrás en el proceso de urbanización. Mientras La Romana, San Pedro de Macorís, Azua y Puerto
Plata seguían dependiendo del azúcar, sus poblaciones crecían mas
lentamente que las otras. Resultado: las ciudades «industriales» de
Santo Domingo, Haina y San Cristóbal tuvieron un crecimiento
tres y cuatro veces más rápido que el de los pueblos «azucareros»,
similar al de los pueblos «arroceros».
En mi Breve Historia Contemporánea de la República Dominicana,
recién publicada este año, explico que «durante la época de crecimiento acelerado de la población dominicana entre 1935 y 1960,
las ciudades industriales encabezaron el movimiento de urbanización, seguidas de cerca por los pueblos arroceros y productores de
alimentos. Los antiguos pueblos azucareros no pudieron salir de su
letargo hasta bien entrada la década de los años 70, cuando las
zonas francas y el turismo empezaron a transformar su base econó-
mica y su estructura productiva».



Un primer estudio titulado Estudio de la Migración Interna en la
República Dominicana publicado en 1950 por Domitila García
Ramos dio cuenta por primera vez de este proceso cuando puso
en evidencia algo que todavía no preocupaba mucho a los dirigentes nacionales pues entonces se creía que el aumento demográfico y el crecimiento de las ciudades era un signo de progreso
y desarrollo pues los políticos dominicanos todavía creían que el país estaba despoblado y fomentaban la natalidad ofreciendo incentivos a las familias numerosas.
El fenómeno de crecimiento explosivo de la población no empieza a hacerse evidente hasta la realización del censo de 1950 en que la
población dominicana fue registrada en 3 millones de habitantes que
contrastaban con el escaso millón que había en 1920. Alarmados por
el rápido crecimiento de los barrios populares en la capital de la República y por la pobreza rampante de muchos inmigrantes, hubo autores que escribieron manifiestos literarios pidiendo a los campesinos .



que no emigraran a las ciudades, como fue el caso de José F. Aquino
con su obra Vueiva a su Rancho Mi’Hijo publicada en 1957.
Este esfuerzo de Aquino por convencer a los campesinos dominicanos para que no emigraran a las ciudades no tuvo ningún éxito, primero porque su libro tuvo una circulación limitada en una población mayormente analfabeta; segundo, porque para muchos campesinos y peones sin tierras la ilusión de encontrar un trabajo en las nuevas industrias que se estaban construyendo producía una atracción irresistible; y
tercero, porque las inversiones del gobierno en infraestructuras sanitarias hicieron más atractiva la vida urbana que la vida rural.
Las inversiones en infraestructura se convirtieron en otro de los
principales motores de la economía. Carreteras, acueductos, escuelas, hospitales, hoteles, iglesias, edificios públicos y obras monumentales financiadas por el gobierno, como la llamada Feria de
la Paz y Confraternidad del Mundo Libre, en Santo Domingo, ponían a circular dinero entre las masas trabajadoras y estimulaban
el comercio, la agricultura y la industria.
La concentración del gasto público y de las inversiones privadas
en las ciudades convirtieron a éstas en espacios más atractivos que
las zonas rurales, y el proceso de urbanización se acentuó hasta hacerse irreversible. Resultado: a finales del siglo 20 sesenta de cada
cien dominicanos viven en zonas urbanas, en contraste con las 16
personas de cada 100 que vivían en pueblos y ciudades en 1920.


La expansión de la población obligó al gobierno a aumentar su
burocracia y a ampliar los servicios públicos al tiempo que crecía
el número de hombres empleados en las fuerzas armadas para atender a los requerimientos defensivos del régimen de Trujillo. Esto
quiere decir que aumentaron los empleos en el sector terciario
junto con la población empleada en las numerosas pequeñas industrias y talleres cuya cifra también aumentaba cada año.
Poco a poco fueron constituyéndose diversos sectores medios que recibieron un gran impulso entre 1948 y 1958, gracias
al crecimiento sostenido de la economía dominicana que se
vio favorecida por una favorable coyuntura de buenos precios
para sus productos de exportación durante la Guerra de Corea,
y que empezó a cosechar los frutos de una intensa política de
colonización agropecuaria que puso en producción cientos de
miles de tareas de tierra que hasta entonces habían permanecido inexplotadas.


Para sostener la masa creciente de población que no estaba dedicada a la producción agrícola, los dominicanos tuvieron entonces que ponerle mayor atención a la agricultura de alimentos. Un
nuevo motor de cambio entró en marcha entonces cuando varias
firmas privadas, primero, y más tarde el Estado, realizaron importantes inversiones en proyectos de riego que abrieron a la agricultura centenares de miles de tareas de tierra hasta entonces baldías
o dedicadas al pastoreo.
La rápida conversión de pastizales, sabanas y bosques en campos de cultivo irrigados en las grandes llanuras del país hizo a la
República Dominicana autosuficiente en la producción de alimentos durante varias décadas. Estas transformaciones coincidieron
con la aparición de los antibióticos y otras medicinas modernas, y
fueron uno de los principales soportes de la revolución demográfica del siglo 20.
La apertura de numerosos canales de riego en campos incultos
que fueron dedicados a la siembra de arroz y plátano, el incremento
de la ganadería y el aumento de la producción agrícola en los rubros
del maíz, como el banano, la yuca, el maní y los vegetales, ampliaron el horizonte rural dominicano considerablemente durante la
década del 50. Al tiempo que creció la producción agropecuaria,
también crecieron la población, el número de empleos, la matrícula
escolar y se multiplicaron los profesionales universitarios.


La Universidad de Santo Domingo, por ejemplo, que había sido
reorganizada en 1932 y había mantenido un estudiantado de alrededor de 1,000 estudiantes durante muchos años, vio crecer su
matrícula en unos 3,000 estudiantes a finales de la década de los años 50, y se mantuvo graduando unos 100 profesionales cada año,
dotando al país, por primera vez en toda su historia, de un nuevo
estrato social medio que terminaría ocupando el liderazgo social,
político y económico dominicano en años recientes.
Sobre los alcances del «profesionalismo» se habló como propaganda durante la Era de Trujillo, pero es importante tenerlo en
cuenta a la hora de explicar los cambios recientes que ha sufrido la
sociedad dominicana porque muchos de los profesionales que se
graduaron en los últimos diez años de la Era de Trujillo, salieron a
realizar estudios al exterior y regresaron con ideas nuevas, convertidos en portadores de innovaciones tecnológicas modernas en diversos campos y especialidades y se convirtieron en agentes de
modernización.


Muchas personas creen que la Era de Trujillo fue una ruptura
radical con el pasado, pero cuando la historia se analiza desde la
amplia perspectiva de todo el siglo 20 lo que se observa son numerosas continuidades, de tal manera que las tres décadas comprendidas entre 1930 y 1960 aparecen como una prolongación de los
primeros treinta años del siglo.
Por ejemplo, la economía de plantaciones no desapareció y,
por el contrario, siguió expandiéndose llegando a duplicarse la
producción azucarera luego que el dictador decidiera él mismo
convertirse en dueño de ingenios aprovechando la inmensa acumulación de capitales realizada a partir de la Segunda Guerra
Mundial.

En segundo lugar, la República Dominicana continuó funcionando como un protectorado político y financiero de Estados
Unidos hasta 1947 con todas sus consecuencias económicas y culturales. Durante todo el siglo 20 los Estados Unidos han sido el principal socio comercial de la República Dominicana, hecho éste
favorecido y reforzado por las dos guerras mundiales.
La inundación de productos norteamericanos a partir del arancel de 1919, y la penetración de compañías comerciales estadounidenses que realizaban agresivas campañas publicitarias, contribuyeron a cambiar el gusto de los consumidores dominicanos y
favorecieron la americanización del lenguaje con la diseminación
de marcas de fábricas en inglés de casi todos los productos que se
consumían en el país. Quedan todavía en uso algunas palabras
derivadas de vocablos ingleses criollizados por los hablantes dominicanos, tales como colín, guachimán, canchanchán y safacón,
entre otras.
La creciente comunicación entre dominicanos y norteamericanos también sirvió para ampliar la difusión del béisbol que, andando el tiempo, sustituyó al juego de gallos como el principal entretenimiento nacional. La gallera sobrevivió en las zonas rurales
dominicanas y en la periferia de los pueblos como entretenimiento de campesinos y de las clases más pobres, pero a medida que el
país fue urbanizándose y fue conformándose una nueva clase media, el béisbol terminó convirtiéndose en el deporte nacional. No
es de sorprender por ello que en los años cincuenta el Estado dedicara sumas importantes a la construcción de estadios de béisbol en
donde las masas urbanas y la clase media podía encontrar diversión y entretenimiento.


Promovida inicialmente por los soldados estadounidenses, la
música norteamericana se convirtió en signo de buen gusto entre
las élites urbanas a partir de los años de la ocupación militar, alempezaron a penetrar nuevos modos de bailar y de
cantar que, décadas más tarde, competirían fuertemente con el
merengue y otras formas musicales tradicionales.
La norteamericanización del país avanzó rápidamente a partir
de la Segunda Guerra Mundial. La propaganda de guerra de los
aliados, vertida en el país a través de la radio y los periódicos, alineó política e ideológicamente a la mayoría de los dominicanos
con los Estados Unidos.
Este alineamiento se consolidó fuertemente durante la Guerra Fría, y aun cuando muchos dominicanos optaron por posiciones socialistas y comunistas a partir de la Revolución Cubana en
1959, lo cierto es que la mayoría de la población mantuvo generalmente una posición pro-norteamericana aún después de la
guerra civil de 1965.
El cine norteamericano terminó imponiéndose sobre el mejicano, el español y el argentino que por un tiempo dominaron los
teatros dominicanos. El cine primero y, luego, la televisión se convirtieron en poderosos vehículos de penetración cultural en los
años 40 y 50, y sirvieron para educar a los dominicanos acerca de
las cualidades de la cultura norteamericana.
La instalación de la primera planta de televisión en el país en
1953 abrió nuevos canales de asimilación de elementos culturales
extranjeros. Al principio, gran parte de la programación era mejicana, argentina o cubana, pero gradualmente fueron imponiéndose las películas y los documentales estadounidenses traducidos al
español que dieron a conocer todavía más ampliamente los avances y atractivos de la vida norteamericana.


Así, cuando la dictadura de Trujillo terminó en 1961 ya muchos dominicanos habían sido expuestos a los avances de la sociedad estadounidense, y por ello optaron por emigrar masivamente
hacia Norteamérica a partir de 1962.
El comienzo de la emigración masiva hacia Estados Unidos coincidió con la puesta en marcha de la Alianza para el Progreso en 1962, y
con la extraordinaria difusión de artículos, ideas y métodos administrativos y gerenciales producidos por la sociedad norteamericana.
Los contenidos de los textos escolares comenzaron a cambiar, al
tiempo que la música norteamericana se extendió a las clases populares durante las décadas de los años 60 y 70 gracias a la difusión del
radio de transistor y a la aparición de nuevas plantas de televisión.
Los emigrantes empezaron a regresar en masa en los veranos e
inviernos trayendo consigo nuevos modos de hablar, de comportarse, de comer, de vestir y de peinarse, así como nuevos estilos de
consumo, nuevas ideas acerca de la vida social y política, y nuevas
energías económicas y empresariales.
En su empeño por retener a la República Dominicana dentro de
su órbita geopolítica, los Estados Unidos pusieron en marcha numerosos programas de ayuda que reforzaron los lazos culturales,
políticos y económicos entre las dos naciones y que acercaron aún
más las costumbres de ambos pueblos.
Para la década de los años 80, ya era claro que estaba surgiendo
en el país una nueva población norteamericanizada, emigrante y
no emigrante, que prefería el estilo de vida de los Estados Unidos a
los antiguos estilos de vida españoles y franceses que antaño dominaron la sociedad y la cultura dominicana.


La emigración a los Estados Unidos es uno de los fenómenos
que más ha impactado la economía y más ha marcado la vida social dominicana en la segunda mitad del siglo 20. Terminada la
dictadura de Trujillo en 1961, decenas de miles de personas que
sentían que no ocupaban un lugar productivo en el país empezaron a emigrar hacia los Estados Unidos buscando participar también en «el sueño americano».
En menos de 40 años más de 700,000 dominicanos se mudaron
a vivir a Norteamérica, mientras varios otros miles salieron para
establecerse en Sudamérica y Europa. En la década de los años
ochenta, la emigración hacia los Estados Unidos y otras partes de
América se acentuó, al tiempo que se aceleró la emigración hacia
España, Suiza, Italia y Holanda, en donde se han establecido más
de 150,000 dominicanos.


En la mayoría de los casos, los emigrantes atraen a sus familiares
hacia el extranjero y, mientras reúnen a sus familias en su nuevo hogar, envían remesas a la República Dominicana. Las remesas de los emigrantes se ha convertido en uno de los principales componentes monetarios de la economía dominicana. Las remesas han servido para
financiar la constitución de nuevos negocios, así como para contribuir
a mantener el valor del peso dominicano. Al terminar el siglo 20 hay
más de un millón de dominicanos residiendo en el extranjero.
En este sentido, la República Dominicana ha seguido las mismas tendencias que las demás sociedades caribeñas que, también,
son sociedades migratorias. Casi todos los que habitan en estas
islas descienden de gentes procedentes de diversos pueblos europeos, africanos, indoamericanos y asiáticos.
Las sociedades caribeñas están compuestas por pueblos que no
vacilan en moverse de una isla a otra, o de sus islas hacia los continentes cuando las necesidades económicas o las presiones políticas sugieren ese curso de acción. La dominicana compone hoy un
claro ejemplo de una sociedad migratoria pues más del 12 por ciento
de la población nacional vive hoy en el extranjero.
Entre 1937 y 1940 los Estados Unidos recibieron legalmente
solamente 1,150 inmigrantes dominicanos. Entre 1941 y 1950 llegaron a los Estados Unidos 5,627 inmigrantes dominicanos. Entre
1951 y 1960 fueron admitidos legalmente en los Estados Unidos
9,897 dominicanos, para completar un total de 16,674 inmigrantes en el curso de esos 24 años. Los rígidos controles políticos del
régimen de Trujillo y la baja demanda de mano de obra dominicana en los Estados Unidos, así como el desconocimiento del mercado de trabajo en los Estados Unidos por las masas dominicanas,
explican la relativa pequeñez de estos números.


El triunfo de la revolución cubana, la muerte de Trujillo y la
puesta en marcha de la Alianza para el Progreso, junto con la aprobación de una nueva ley de migración en los Estados Unidos en
1965, crearon nuevas condiciones que estimularon la salida de miles
de dominicanos hacia los Estados Unidos.
Por ello, entre 1961 y 1970, el número de nacionales que emigró hacia Norteamérica se multiplicó diez veces en relación con la
década anterior. En esa década el número de dominicanos subió a
93,292. Algo similar tuvo lugar en los veinte años siguientes: Entre 1971 y 1980 abandonaron la isla legalmente con destino hacia
Norteamérica 148,135 dominicanos, mientras entre 1981 y 1990
el proceso migratorio mantuvo la misma dirección: 252,035 dominicanos fueron aceptados como inmigrantes legales por los Estados Unidos.
En 1991 entraron legalmente a ese país 41,422 dominicanos y a
partir de ese año han estado llegando anualmente a los Estados
Unidos cerca de 42,000 dominicanos en un flujo que totaliza unos
300,000 inmigrantes en los últimos siete años. Sumados a las
551,558 personas que habían inmigrado legalmente hasta 1991, el
total de inmigrantes legales al día de hoy sobrepasa las 850,000
personas.
Como en este número no estan incluidos aquellos que permanecieron ilegalmente con visas de turismo, ni los que han entrado
ilegalmente por bote vía Puerto Rico, o por otras vías como Canadá y México, los estimados más educados dicen que más de 900,000
dominicanos se han hecho residentes legal o ilegalmente de los
Estados Unidos en los últimos cuarenta años.

Existe otra población dominicana compuesta de por lo menos
otras 200,000 personas, mayormente niños y adolescentes, que descienden de los inmigrantes y que por haber nacido en territorio norteamericano son de nacionalidad estadounidense, aunque cultural y
étnicamente son dominicanos, con lo cual la población dominicana
en los Estados Unidos sobrepasa hoy el millón de personas.
El censo de los Estados Unidos de 1990 registró los resultados
de la inmigración y mostró que en ese año había en aquel país
505,690 individuos de ascendencia dominicana. Estos eran los
dominicanos residentes en los Estados Unidos en ese año. En otros
registros del censo aparecieron ese año casi 15,000 dominicanos
adicionales que no declararon su ascendencia, pero que quedaron
registrados como tales.
Como se ve, en los últimos 40 años la República Dominicana ha
exportado legalmente hacia los Estados Unidos casi 900,000 emigrantes, y algunos expertos calculan que otros 200,000 han emigrado hacia Europa y algunas partes de América Latina. Estas cifras
dicen que más del 12 por ciento de la población dominicana vive
hoy en el extranjero, y algunos observadores señalan frecuentemente que todas las familias dominicanas, sin excepción, poseen un pariente cercano de primer o segundo grado viviendo en el extranjero.
Existe un cierto consenso entre los estudiosos de la emigración
en el sentido de que la expulsión de dominicanos hacia el extranjero ha servido al país como válvula de escape social y económico
que le quita presiones políticas al país, pues la economía dominicana, por sí sola, no hubiera podido dar empleo ni absorber toda
esa mano de obra.

Después del cine y la televisión, la emigración de retorno ha
sido el otro gran vehículo de modernización y norteamericanización de las costumbres en la República Dominicana después de la
muerte de Trujillo en 1961. Para muchos dominicanos de hoy la
modernización equivale a norteamericanización, y muchos señalan los enormes cambios de comportamiento que exhiben los dominicanos que regresan de los Estados Unidos.
Muchos retornan al país convertidos en técnicos y profesionales o en modernos empresarios, en tanto que otros regresan deportados después de haber adquiridos destrezas indeseables en los Estados Unidos. Unos y otros muestran rasgos de una modernidad
desconocida en el país hace dos décadas.
Por el lado positivo, los aportes de los migrantes que retornan va
más allá de la importación de electrodomésticos, ropas nuevas y autos de último modelo. Muchos regresan convertidos en verdaderos
agentes de cambio después de haber asimilado conocimientos académicos y técnicos modernos, y una disciplina laboral propia de sociedades que hace tiempo realizaron su revolución industrial.
Un censo de negocios propiedad de los dominicanos en la ciudad de Nueva York, publicado en marzo de 1999, muestra la enorme capacidad de adaptación de los emigrantes al mercado norteamericano, y cómo los mismos han logrado reconstruir una sociedad «criolla» en Manhattan, Bronx y otros barrios newyorkinos,
al tiempo que aprenden nuevas destrezas laborales y empresariales
que luego transfieren a la República Dominicana.

Según este censo, los dominicanos eran dueños de 7,231 bodegas, 2,243 salones de belleza, 1,696 talleres de mecánica, 1,194
boutiques, 1,139 talleres de desabolladura, 948 oficinas profesionales, 691 restaurantes, 391 factorías, 368 supermercados, 269 cafeterías, 173 tiendas de repuestos de vehículos, 89 ferreterías y 63
farmacias, además de contarse entre ellos más de 3,000 taxistas y
3,316 vendedores ambulantes.


La instalación de industrias nuevas, con tecnología nueva, la introducción de miles de modernos negocios que antes no existían,
muchos de los cuales han sido importados por emigrantes dominicanos que han retornado al país, ha afectado las mismas raíces del
acontecer económico y de la organización social y cultural del país.
La ocurrencia de esos cambios, como se ha visto, ha sido un
proceso discontinuo. Por ejemplo, la expansión económica y la
industrialización de la Era de Trujillo se realizaron sobre la base de
un sistema de monopolios familiares que aprovecharon el desarrollo de las riquezas dominicanas para acumular enormes ahorros que
eran transferidos hacia el extranjero. Por ello, todos los cambios
que ocurrieron en la Era de Trujillo no fueron suficientes para satisfacer las necesidades básicas de la población.
El crecimiento económico no estuvo acompañado de una adecuada distribución del ingreso y la mayoría de la población quedó
prácticamente marginada del acceso a las fuentes de riqueza del país.


Al final de la Era de Trujillo ya resultaba claro que los hospitales
construidos eran insuficientes; que las escuelas no daban abasto para
atender a la población y el analfabetismo había crecido; que el costo
de la vida había aumentado y los salarios seguían congelados; que
cada vez había más desempleados deambulando por las ciudades,
mientras la pequeñísima oligarquía familiar trujillista drenaba al país
de los capitales que debieron ser reinvertidos en la creación de nuevos empleos; que los campos se habían empobrecido debido a que
varios millones de tareas de tierra habían caído en manos de propietarios urbanos que habían desplazado de sus predios a sus antiguos
ocupantes y que, por diversas razones, no habían realizado nuevas
inversiones para poner estas tierras a producir.
Trujillo y su familia encabezaron un dramático proceso de captación de tierras, anteriormente en manos del campesinado o propiedad del Estado, al cual se incorporaron numerosos comerciantes, profesionales y militares. Estos grupos urbanos enriquecidos
durante el proceso de desarrollo industrial capataron por diversos
medios numerosas propiedades rurales buscando adquirir seguridad económica o prestigio social.
El desalojo de miles de campesinos de sus predios generó la aparición de un proletariado rural cada vez más numeroso y aceleró el
proceso de urbanización marginalizada al arrojar a las zones periféricas de las principales ciudades del país a una enorme masa de hombres y mujeres sin educación, sin salud, sin empleo y sin tierras.
Este proceso de marginalización ya era notable en 1960 y se
aceleró rápidamente durante la década siguiente conformándose
así una masa universal de chiriperos, buscavidas y jornaleros, que
han venido a constituir un mercado fácil para la contratación barata de mano de obra en la economia dominicana. En mi Breve
Historia Contemporánea de la República Dominicana he resumido este
proceso de la siguiente manera:


«Puede decirse que Trujillo  recibió en 1930 una sociedad tradicional, biclasista, provinciana, atrasada y pobre, y dejó en 1961 una
sociedad en transición pero subdesarrollada, con un capitalismo deformado por un crecimiento industrial monopolista que al poner el
control de los recursos del país en manos de una familia absolutamente inescrupulosa, privó a la nación de la oportunidad de experimentar un desarrollo económico armónico, dejando al país en una situación de singular semejanza, a escala diversa claro está, con muchas de las sociedades latinoamericanas contemporáneas».


.«De manera que a la muerte de Trujillo en 1961 el país se enfrenta con la siguiente realidad: una población de 4 millones de
habitantes de los cuales todavía el 60 por ciento vive en el campo;
más del 70 por ciento de la población analfabeta; pequeños pueblos y ciudades que están empezando a recibir oleadas masivas de
familias campesinas que huyen de la miseria de los campos; una
agricultura que crecía sobre la base de la colonización de tierras
nuevas, pero con limitadas innovaciones técnicas, ya que el uso de
maquinarias, de abonos, de semillas mejoradas y de control de plagas estaba restringido a los ingenios azucareros, y apenas había dos
ingenieros agrónomos en todo el país».
Bajo Trujillo se formó una nueva élite empresarial, cuya experiencia económica estaba referida a las actividades comerciales,
puesto que la industria era todavía una aventura en la que muy
pocos confiaban ya que hasta entonces Trujillo y sus asociados
habían sido los únicos industriales.
No había entonces asociaciones empresariales o profesionales o
estudiantiles y obreras; la experiencia de participación políticodemocrática era casi nula; los poblados y ciudades del interior padecían de servicios sociales y sanitarios ineficientes ya que el desarrollo urbano de los años anteriores se había concentrado en beneficio de las ciudades de Santo Domingo, San Cristóbal y Santiago,
dejando prácticamente abandonados al resto de los pueblos del
país; los caminos y carreteras destruidos debido al colapso econó-
mico que sufrió el país en las postrimerías del régimen.

Con la muerte de Trujillo en 1961 se desataron todas las energías de la nación; los grupos medios que habían venido formándose empezaron a organizarse en una pléyade de instituciones, grupos de presión, grupos de intereses y asociaciones que han terminado dándole a la República Dominicana una fisonomía institucional en el sector privado que contrasta radicalmente con la hegemonía gubernamental y estatal que fue la norma de la vida dominicana desde 1502 hasta 1962.
Al caer la dictadura se liberalizaron los controles políticos que impedían a los dominicanos el ejercicio pleno de la libre empresa, y los
gobiernos mantuvieron la política de permitir la libre competencia
contra los antiguos monopolios trujillistas que quedaron como propiedad del Estado bajo la Corporación Dominicana de Empresas Estatales luego que éstas fueron confiscadas por el Estado a partir de 1961.



Muerto Trujillo comenzó a configurarse un nuevo empresariado
nacional compuesto inicialmente por comerciantes y artesanos  que luego se hicieron industriales, o que ampliaron sus negocios de
importación y exportación hasta llegar a dominar la economía. En
1941, por ejemplo, el 87 por ciento de toda la inversión industrial
en la República Dominicana estaba controlada por extranjeros,
mientras que hoy, gracias a la proliferación de industrias nacionales, el control extranjero en este sector está reducido a menos de
un 20 por ciento.
La presencia extranjera en el sector industrial es más visible
en las llamadas zonas francas para la exportación de productos
manufacturados y bienes intermedios que empezaron a instalarse
en el país a partir de 1968. La primera de estas zonas francas fue
instalada en La Romana, y a ella siguieron otras dos, una en San
Pedro de Macorís y otra en Santiago de los Caballeros. Con los
años las zonas francas han seguido proliferando, estableciéndose
en La Vega, Puerto Plata, Moca, Haina, San Isidro, Los Alcarrizos y la Autopista de Las Américas, además de algunas llamadas
zonas francas especiales.
En conjunto todas las zonas francas ofrecen hoy empleo directo
a más de 180,000 personas, muchas de ellas mujeres que al ocupar
estos nuevos puestos de trabajo están aprendiendo nuevas destrezas laborales, están emancipándose económicamente de sus maridos, y están adquiriendo una mayor libertad económica.


No han sido sólo las industrias de sustitución de importaciones
las que han quedado en manos dominicanas pues también el comercio está mayormente controlado por empresarios nacionales,
con excepción de las grandes casas importadoras y exportadoras
que permanecen en manos de una pequeñísima élite de comerciantes españoles e hijos de españoles que han aprovechado las
facilidades de naturalización extendidas por España y han reclamado la ciudadanía española para ellos y sus hijos.
Otro visible grupo de comerciantes está conformado por los hijos de los inmigrantes sirios y libaneses de finales del siglo 19 y
principios del 20 que desde el principio se dedicaron a la vida mercantil y terminaron controlando importantes segmentos del mercado en algunos de los principales pueblos dominicanos. Con el
tiempo los hijos de los «árabes» se dedicaron a las profesiones y
hoy forman un importante conglomerado que combina las actividades comerciales e industriales con las profesionales.



Muerto Trujillo, muchos comerciantes importadores y algunos
industriales se valieron de sus relaciones políticas e influyeron en
los gobiernos para que éstos aprobaran leyes dirigidas a favorecer
el desarrollo de sus intereses. Las leyes de incentivo industrial, turístico, agroindustrial, y de fomento a las exportaciones, entre otras,
han contribuido mucho al desarrollo de sectores productivos que
antes tuvieron poca importancia en la economía nacional.
Poco a poco fueron formándose grupos económicos en torno a
determinadas actividades, como ha sido el caso de los antiguos
industriales que forman el núcleo del llamado «grupo industrial de
Santo Domingo», o el de los nuevos industriales de Herrera, o el
de los empresarios locales conectados con los negocios de las zonas
francas, o el de los empresarios turísticos, o el de los importadores,
o el de los exportadores de productos primarios, o el de los productores farmacéuticos, o el de las empresas extranjeras asociadas en
la Cámara Americana de Comercio, o el de los productores de
leche, carne de pollo, cerdo y res, y así sucesivamente.
Concomitantemente, el país ha visto crecer una pléyade de asociaciones e instituciones que agrupan a estos empresarios y que interactúan constantemente con los administradores del Estado en una dinámica siempre cambiante de intereses encontrados que, en última
instancia, ha favorecido el desarrollo del mercado nacional.
Aunque dominado por varias grandes empresas en determinadas
áreas, el mercado nacional es bastante abierto y dinámico, y en él
concurren todos los empresarios que desean invertir tanto en grande como en pequeña escala como lo muestra el crecimiento del sector de las microempresas, de las cuales había 353,325 unidades en
todo el país en marzo de 1999. Estas microempresas son negocios
que tienen diez empleados o menos, y son responsables de un quinto
del producto nacional bruto. En marzo de 1999 las microempresas
daban empleo a más de un millón de personas.
Estas microempresas están distribuidas por todo el país y son
hoy uno de los principales indicadores del dinamismo de la economía dominicana. Ellas expresan la vitalidad del sector mercantil
dominicano pues en casi todos los pueblos del país proliferan los
negocios al tiempo que se modernizan los establecimientos comerciales. De la misma manera, estos micronegocios reflejan la continua innovación y renovación de los talleres artersanales pues una
de cada cuatro microempresas son unidades manufactureras.
Una de las nuevas características del comercio interno del país
es su amplísima dispersión geográfica. A principios de siglo, las
tiendas estaban casi siempre concentradas en «el centro» de los
pueblos, generalmente alrededor de las plazas y mercados, en donde inicialmente se celebraban las ferias. A finales del siglo 20, los
establecimienteos comerciales se ven por todas partes, y aunque
los pueblos siguen exhibiendo sus zonas comerciales alrededor de
estos antiguos centros, el desarrollo de los barrios populares y las
urbanizaciones ha obligado a la dispersión de las tiendas.
En las ciudades más grandes existen ahora muchas zonas comerciales ubicadas, no en un solo punto como antes, sino a lo largo de
las grandes avenidas o de las principales arterias viales. En los barrios pobres y marginados también existen centros de servicios,
casi siempre en las calles fronterizas de estos vecindarios con otros
de mayor nivel económico.


Este nuevo auge del comercio dominicano deriva, en parte de
las reformas fiscales impuestas al Estado dominicano por los organismos internacionales de financiamiento que a partir de 1990
insistieron en la necesidad de realizar reformas económicas que
sirvieran para abrir la economía dominicana al mundo exterior,
eliminando trabas al comercio internacional, reorganizando las
aduanas, reestructurando el sistema de impuestos internos, controlando el gasto público, y equilibrando la política monetaria.
Las reformas económicas e institucionales realizadas durante la
última década han contribuido a abrir más la economía dominicana al mercado mundial, y han servido para acentuar aún más el
proceso de norteamericanización de la sociedad dominicana. Se
observa hoy una clara tendencia entre los empresarios dominicanos hacia el establecimiento de vínculos de diversa índole con
empresas extranjeras, generalmente norteamericanas, que aportan
capital, experticio tecnológico y conocimientos gerenciales. Proliferan hoy las alianzas estratégicas entre compañías dominicanas
y extranjeras que están abriendo el mercado nacional a la competencia internacional, y están obligando a los empresarios nacionales a modernizar sus empresas y a hacerlas más eficientes.
En algunos casos, empresarios jóvenes con apoyo financiero de
sus familias o de los bancos se han lanzado a la apertura de franquicias que representan grandes cadenas de comercialización de productos de consumo popular, como es el caso de los tacos, las rosquillas, las hamburguesas, el pollo frito, las pizzas, o la ropa y los
zapatos deportivos. La implantación de estos negocios marca el
inicio de una nueva etapa del proceso de norteamericanización
económica que, a juzgar por otros procesos similares, terminará
imponiendo una nueva fisonomía a las ciudades y pueblos, y en los
cruces de caminos en todo el país.
Por otro lado, la demanda de alimentos por parte de los centros
turísticos, continúa ejerciendo un importante impacto sobre la
agricultura dominicana y sigue aportando un fuerte estímulo a la
producción que ha llevado a los productores nacionales a expandir el horizonte agrícola dominicano con nuevas plantaciones de
frutas, particularmente, cítricos, cocos, bananos, aguacates, lechozas y piñas, y nuevos centros productores de pollos, carnes y productos lácteos que los turistas consumen en grandes cantidades, de
la misma manera que ha obligado a la modernización y expansión
de las industrias de bebidas, alimentos enlatados y cigarrillos, entre otras.
Anteriormente a las mencionadas reformas, la economía dominicana estuvo durante casi dos décadas afectada por ciclos de
inestabilidad, inflación, devaluación y creciente endeudamiento, tanto interno como externo. Parte de la deuda dominicana
posterior a la Era de Trujillo se debió al financiamiento de las
importaciones de combustibles, alimentos y artículos de consumo para una población cuya base industrial era insuficiente para
cubrir la demanda. Otra parte de la deuda se originó en las importaciones de capital para construir el moderno sector industrial dominicano. Otra parte, también, se originó en los financiamientos de importaciones de alimentos, bienes de consumo y
bienes intermedios no producidos en el país, pero de gran demanda en la población dominicana.

El reciente desarrollo económico del país ha sido parcialmente
financiado con préstamos y asistencia extranjera, de manera que
la República Dominicana volvió a endeudarse con bancos del exterior luego de un período de unos 15 años en que la deuda externa
fue prácticamente inexistente.
Sobre esta deuda hay que mencionar, aunque sea brevemente, su
historia pues durante los primeros cuarenta años del siglo 20 las finanzas públicas del país estuvieron obstaculizadas por el peso de la deuda
externa dejada por el último dictador del siglo 19, Ulises Heureaux.
La primera crisis de la deuda dejada por Heureaux llevó a una
primera intervención fiscal de los Estados Unidos en el país en
1905, y a la imposición de un esquema de pagos que fue formalizado en 1907 mediante un tratado internacional conocido como la
Convención Dominico-Americana.

el tratado puso a la República Dominicana en la condición de
un protectorado de los Estados Unidos. La Convención prohibió a
DEUDA EXTERNA Y FINANZAS
BONO DE 1918 MONEDA FRACCIONARIA DE MEDIO
PESO, ACUÑADA EN 1937.


Después de arduas negociaciones, la República Dominicana logró recuperar la administración de sus aduanas en 1941 y su plena
independencia financiera en 1947. En ese año, el gobierno creó el
Banco Central y dispuso la recogida de todos los dólares existentes
en el país y su canje por los nuevos billetes dominicanos que comenzaron a circular ese año. El dólar y el peso circularon a la par
durante casi veinte años depreciándose el peso gradual pero consistentemente a partir de 1961.
A partir de 1962, el aumento sostenido de las importaciones
produjo una serie de déficits anuales en la balanza de pagos, y ya en
1967 fue necesario reconocer que el peso se había devaluado. Sucdevaluaciones en los 30 años siguientes han colocado el
peso en un valor muy reducido frente al dólar. Por cada dólar norteamericano los dominicanos pagan 16 pesos en 1999.
La deuda pública dominicana, interna y externa, también ha
ido aumentando paulatinamente en los últimos 30 años, aun cuando varias negociaciones han contribuido a posponer los plazos y
las condiciones de pago, y el país puede hoy, en 1999, manejar su
deuda sin perder reservas de divisas como ocurrió frecuentemente
en años pasados.
En un país con escaso ahorro interno como era la República
Dominicana la única manera de reemprender el desarrollo industrial era a través del endeudamiento externo y la captación de capitales recurriendo al Banco Mundial, al Banco Interamericano de
Desarrollo, a la Agencia para el Desarrollo International y al Fondo Monetario International, instituciones éstas que con sus préstamos y donaciones han contribuido a dinamizar el sector moderno de la economía dominicana en los últimos 40 años.


La circulación monetaria ha aumentado a niveles nunca antes
conocidos y el comercio se ha expandido en una gigantesca proliferación de empresas que han contribuido a dinamizar la competencia económica haciendo posible la aparición de un pujante sector financiero compuesto por bancos comerciales, bancos de desarrollo, asociaciones de ahorros y préstamos, compañías aseguradoras, compañías financieras, compañías de arrendamientos, compa-
ñías de tarjetas de créditos, remesadoras y transportadoras de valores, que en su conjunto suman más de 200 instituciones.
La sola presencia de tan gran número de instituciones financieras es un claro signo de que el capitalismo domina plenamente la
economía dominicana habiendo dejado atrás, finalmente, las formas económicas tradicionales y semifeudales que fueron la norma
durante siglos.
En apoyo de esta afirmación baste recordar que en 1960 todavía
los campesinos llegaban a las ciudades a cambiar pollos y cerdos
por ropa y zapatos, expresando claramente el atraso de la economía monetaria y la existencia de transacciones pertenecientes a
sociedades en donde todavía los capitales eran insuficıentes para
generar una dinámica económica moderna.


El crecimiento de la población y el consiguiente crecimiento de
las ciudades, junto con las remesas que envían los dominicanos
que viven en el exterior, permiten entender la expansión del mercado interno y el surgimiento de una población de compradores
capaz de demandar y consumir casi la totalidad de la producción
agrícola e industrial. Examinadas las cifras oficiales de hace cuarenta años, asombra ver la cantidad de arroz, maíz, plátanos, yuca,
ñame y carne, además de zapatos, que el país exportaba porque el
mercado interno era insuficiente para asimilar la producción.
El crecimiento de la producción agropecuaria junto con la modernización de la agricultura y la ganadería ha sido uno de los desarrollos más notables del país en la segunda mitad del siglo 20.
Comenzando con el Instituto Superior de Agricultura, fundado en
1962, funcionan varias escuelas agrícolas en el país que han aportado al país miles de técnicos, muchos de los cuales han salido al
extranjero a estudiar y perfeccionar sus conocimientos.

Nuevas variedades de semillas de los principales cultivos fueron
introducidas en los últimos cuarenta años del siglo 20. Los alimentos que come el pueblo dominicano proceden de esas semillas mejoradas, como se observa en el arroz, el ajo, los frijoles, la papa, la
cebolla, los vegetales y legumbres, y el maíz, por ejemplo.
Además de estas mejoras, los dominicanos han aprendido a mecanizar su agricultura y a utilizar cantidades crecientes de fertilizantes y plaguicidas y yerbicidas. Esto ha ocurrido al tiempo que en
otras partes del mundo otros pueblos realizaban su «revolución verde». La ganadería también ha sido mejorada con nuevas variedades
de ganado de carne y de leche que enriquecen hoy los hatos del país.


Una parte significativa de la producción agropecuaria que es
consumida internamente se comercializa en los llamados polos
turísticos haciendo de la República Dominicana el país del Caribe
menos dependiente de las importaciones para abastecer los hoteles y otros establecimientos de turismo.
Durante los primeros ochenta años del siglo, el azúcar fue el principal producto de exportación del país y, junto con el café, el cacao
y el tabaco, el principal generador de divisas para la economía. El
desarrollo turístico de los últimos 20 años del siglo han revertido esa
situación y hoy el turismo, junto con las remesas y las zonas francas,
constituye la principal fuente de moneda extranjera del país.


En apenas veinte años, los inversionistas turísticos, con apoyo estatal, construyeron más de 30,000 habitaciones en grandes complejos hoteleros en las playas de Puerto Plata, Higüey, La Romana, Samaná y Santo Domingo. Junto con los hoteles se han desarrollado numerosas empresas de exportación que operan en zonas francas protegidas por el Estado con exoneraciones de impuestos. El turismo y
las zonas francas se han convertido en los sectores más dinámicos en
la generación de nuevos empleos permanentes, sobrepasando en
mucho a la industria tradicional.
La agropecuaria y la industria nacionales utilizan hoy los centros turísticos a manera de zonas de exportación adicionales al
mercado interno. Además de ser un importante generador de divisas, es también este papel de consumidor masivo de productos nacionales uno de los factores que hacen del turismo un sector de
gran importancia estratégica.
El otro gran motor de la economía en los últimos 30 años del
siglo ha sido la industria de la construcción, tanto pública como
privada. Las construcciones en infraestructura fueron privilegiadas por el Estado durante la Era de Trujillo y, luego, a partir de
1966, generando en torno a ellas una miríada de actividades conexas que estimulan todas las áreas de la economía.
A partir de 1966, las inversiones públicas en carreteras, caminos
vecinales, presas, escuelas, centros deportivos, calles, muelles y puertos, centros turísticos, centros habitacionales, edificios públicos y
viviendas han sido la principal marca del Estado en la economía
nacional, y todos los gobiernos, desde entonces hasta la fecha, han
puesto especial énfasis en las obras públicas. Gracias a ellas la economía se ha mantenido creciendo casi ininterrumpidamente, y el
país ha logrado modernizar gran parte de su planta física.

Aun cuando la economía y la sociedad han crecido y se han
modernizado en el curso del siglo 20, los gobiernos, los empresarios y los políticos no han sido capaces o no han querido reformar
las estructuras de apropiación de la renta y de distribución del ingreso nacional para lograr que la riqueza generada sea mejor distribuida entre la población.
El resultado de las políticas sociales y económicas ha sido la
generación de una inmensa masa de pobres, desamparados, desnutridos, enfermos e ineducados que hacen de la modernización dominicana un fenómeno digno de ser estudiado pues mientras el
país ha crecido en todos los órdenes sostenidamente durante los
últimos cincuenta años, la pobreza, el analfabetismo y la insalubridad siguen afectando a la mayoría de la población, gran parte de la
cual ha sido marginada de los frutos del crecimiento económico.


En medio de esta revolución capitalista, cuyos límites y costos
se ven evidentes en la pobreza generalizada de grandes grupos de la población, la República Dominicana ha experimentado el fenó-
meno de la formación de una vigorosa clase media.
Como indicadores del crecimiento de esta clase media, se pueden
señalar el número de teléfonos, el número de vehículos privados y
públicos, el número de casas propias construidas dentro del sistema
de ahorros y préstamos, el número de profesionales graduados en las
diversas universidades, el número de funcionarios a nivel medio que
se han incorporado a las miles de empresas y oficinas que han empezado a funcionar en todas partes del país, y, el creciente número de
contribuyentes con ingresos sustanciales que aparecen registrados
en la Dirección General de Impuestos Internos.


Gran parte de esta clase media proviene de estratos sociales secularmente privados de las más mínimas satisfacciones y no está dispuesta a renunciar al gozo de un consumo, que a muchos parece
conspicuo, pero al cual cree legítimamente que tiene derecho luego de haber sido bombardeada durante años por el cine, la prensa, la
radio y la televisión con demostraciones de cómo vive la clase media de los países modernos y desarrollados del norte del Atlántico.
Debido a las tensiones creadas por la demanda de nuevos servicios de agua, luz, teléfono, alcantarillas y escuelas, los gobiernos
han utilizado fondos internacionales para satisfacer esas necesidades básicas de la población llevando acueductos y redes eléctricas
a casi todos los pueblos, y extendiendo éstos y otros servicios a la
población rural.
El resultado ha sido que la modernización de las ciudades ha
alcanzado rápidamente al campo, pues la construcción de caminos
vecinales ha continuado, y por ellos se han infiltrado en las más
remotas comunidades rurales la motocicleta, el radio y la televisión, además de las escuelas, acortando y en muchos casos prácticamente eliminando las distancias culturales que anteriormente
existían entre el campo y la ciudad.
Zonas rurales hay de la República Dominicana, como es el caso
del Cibao Central, en donde las fronteras entre lo rural y lo urbano van desapareciendo rápidamente y en donde comunidades que
hasta hace poco llevaban un modo de vida campesino han aprendido a comportarse conforme a patrones de vida suburbanos, en
donde los hombres y las mujeres siguen residiendo en la zona rural
pero se trasladan cada día a vender su trabajo, a educarse y a comprar servicios al pueblo más cercano.


la modernización de los campos no es necesariamente beneficiosa para todo el mundo. De hecho, el acceso de la ciudad al campo ha puesto a los campesinos a merced del hombre de empresa de
la ciudad que tiene los capitales, la educación y la tecnología suficientes para apropiarse de sus tierras y explotarlas más eficientemente desplazándolos hacia los barrios marginados o convirtiéndolos en miembros de una gran masa de proletarios agrícolas que
cada día crece más, llenando cada vez más los barrios marginados
de las ciudades.
Gran parte de la creciente ola de delincuencia y violencia que
está sacudiendo a la sociedad dominicana a finales del siglo 20 es
el resultado de la insatisfacción de amplios sectores de la población que no han podido incorporarse a las ventajas de la industrialización y la urbanización, pero que han sido sensibilizados por las
nuevas ideas que han llegado al país en los últimos años y por nuevos contenidos culturales, provenientes particularmente de los
Estados Unidos, que se difunden continuamente en los medios de
comunicación.
Estos cambios han obligado a la República Dominicana a incorporarse a la dinámica del mundo moderno, y han forzado a todos
los habitantes del país a acomodarse y a adaptar su modo de vida,
alterando patrones tradicionales de conducta y modificando sus
formas de alimentarse, de vestirse, de divertirse, de viajar, de creer,
de enamorarse y de educarse.

A pesar de todos los cambios mencionados que han hecho surgir una nueva sociedad dominicana muy distinta a la sociedad tradicional existente en la primera mitad del siglo 20, la República
Dominicana exhibe hoy fuertes contrastes internos que sorprenden al observador pues junto a los rasgos culturales más modernos
existen modos de vida muy atrasados.
La población dominicana de hoy, en términos relativos, está
más educada que la de hace 40 años, pero las expectativas que esta
educación ha producido en el seno de las masas chocan con la
enorme brecha que hay entre ellas, la nueva clase media y la élite
enriquecidas por el comercio, la industria, el turismo, las finanzas
y los servicios.
Producto del desigual proceso de crecimiento económico y de
la desigual distribución del ingreso, la modernización no ha alcanzado a todos por igual y hoy la sociedad dominicana presenta
numerosas dualidades. Por ejemplo, ante el desarrollo de costosasurbanizaciones y ensanches habitacionales destinados al alojamiento de la clase media y la élite, siguen creciendo los barrios
populares y los barrios marginados ocupando cada vez mayores
áreas del espacio urbano.
Otro ejemplo es el creciente interés por la educación de los sectores medios que han descubierto que el entrenamiento académico es una inversión rentable y un medio de ascenso social. Este
interés de las clases medias por la educación viene de lejos, como
lo muestra el crecimiento de la matrícula escolar durante la primera ocupación militar norteamericana y el crecimiento sostenido
de esta matrícula en todo el curso del siglo 20.


Dentro de este contexto, la matrícula de los centros de educación vocacional, técnica y universitaria también ha crecido notablemente en los últimos cuarenta años del siglo. En 1961, por ejemplo, existía solamente una universidad en el país, la Universidad
de Santo Domingo, con apenas 3,000 estudiantes, mientras que
hoy operan más de treinta universidades, casi todas privadas, con
una matrícula superior a los 170,000 estudiantes que cursan todo
tipo de carreras.
Aparte de los miles de graduados que ha producido el sistema
universitario dominicano, en los últimos 40 años han salido a cursar estudios en el extranjero, y han regresado, más de 20,000 dominicanos, de los cuales más de 3,500 habían recibido becas en
1978. Aunque no existen cifras confiables acerca del monto de
becarios que han salido al exterior en los últimos 20 años, las estimaciones más educadas sugieren un número similar, con lo cual
puede afirmarse con bastante seguridad que más de 7,000 dominicanos han estudiado con becas en el extranjero.
Una paradoja del desarrollo educativo dominicano es que mientras miles de dominicanos han logrado capacitarse y especializarse
en casi todos los oficios y carreras universitarias, todavía la Repú-
blica Dominicana registra más de un quinto de su población declarando que nunca ha asistido a la escuela. Como una proporción
similar nunca pasó del cuarto grado, el país sigue teniendo la mitad de su población sumergida en las limitaciones del analfabetismo funcional.

Al mismo tiempo, y a pesar de la urbanización acelerada del país,
muchas costumbres siguen reflejando el origen rural de la población Por ejemplo, el hábito generalizado de tirar la basura fuera de la casa,
como se hace en los campos, es uno de los factores que más desluce a
las ciudades dominicanas. El hábito de hablar y vocear aun dentro de
las casas y apartamentos es una supervivencia de los modos de comunicación de los criadores de ganados y campesinos que se gritaban
unos a otros para intercambiar mensajes de una vivienda a otra separadas como estaban a cierta distancia.
Aun cuando existe en el país más de medio millón de vehículos
de motor, los dominicanos que los conducen todavía se resisten a
cumplir las leyes de tránsito que harían del flujo vehicular una experiencia menos traumática para todos. A pesar de las regulaciones en
contrario, en las carreteras la gente maneja del lado izquierdo y se
resiste a ceder el paso a los demás, mientras en las ciudades los conductores tocan continuamente sus bocinas sin importarles las molestias que ese ruido provoca.


Muchos dueños de motocicletas les quitan los silenciadores a
sus mufflers para hacer el mayor ruido posible como una forma de
llamar la atención. Algo parecido ocurre en los apartamentos y
condominios, en los cuales los vecinos tocan sus radios y televisiones como si nadie más viviera cerca, dando por resultado la creación de ambientes en donde la realidad dominante es el escándalo. Tan amantes del ruido son los dominicanos que muchos colmados y pulperías utilizan grandes altoparlantes para atraer a sus clientes, y hay quienes sostienen que sin ruido no se vende en los llamados «colmadones». El amor de los dominicanos al ruido ha llamado ya la atención de algunos antropólogos extranjeros que han
realizado investigaciones de campo en la República Dominicana.

Las exigencias de una sociedad urbanizada y compleja como ha
venido a ser la dominicana todavía no termina de crear hábitos de
convivencia constructiva entre la población como lo muestra la
resistencia de los dominicanos a hacer filas y respetar los turnos de
los demás a la hora de recibir servicios. Lentamente los dominicanos están aprendiendo a ponerse en fila en los cines, en los supermercados y en los aeropuertos, pero lo hacen con gran inconformidad, aun cuando lo hagan de buena gana en los Estados Unidos.


Hay muchas causas culturales para explicar esta resistencia a aceptar el derecho de los que llegan primero a los centros de servicios, y  una de ellas deriva de la cultura política de privilegios que ha prevalecido en la sociedad dominicana. Debido a la exhibición abusiva
de esos privilegios por parte de los que ejercen el poder, no importa
el partido que gobierne, los dominicanos siempre piensan que existe
una vía extraordinaria para obtener tratos excepcionales con especial privilegio para sus personas.
Existe, pues, en el país, un estado permanente de indefinición
legal en muchas cuestiones. Habiendo colapsado a partir de 1966
el sistema judicial, la sociedad dominicana se acostumbró a una
norma de ilegalidad permanente en donde todo es posible, siempre y cuando el individuo tenga las conexiones necesarias para
hacer valer su voluntad.
Esta norma de ilegalidad contrasta mucho con las exigencias de
una sociedad capitalista moderna en donde las reglas del mercado
marcan los hábitos sociales y las reglamentaciones, y en donde el
respeto al derecho ajeno y la propiedad privada son los fundamentos del orden económico. Esta contradicción entre las exigencias
de orden para la construcción de una sociedad moderna, por un
lado, y las prácticas prebendalistas y el mantenimiento de privilegios sociales, por el otro, es una de las principales limitaciones que
enfrenta la sociedad dominicana al terminar el siglo 20.



En cien años es mucho lo que el país ha cambiado. En muchas
ocasiones los costos del cambio han sido altos, como se ve en la
depredación de los bosques y la desparición de ríos y arroyos, así
como en la falta de agua de muchas comunidades y la pérdida irreparable de millones de toneladas de suelo fértil en zonas que antes
eran campos cultivables.
Esos costos también se perciben en la gran cantidad de personas
que han quedado fuera de los beneficios de la educación, y que no
han podido incorporarse establemente al mercado de trabajo. La
masa de analfabetos y desempleados habitando en cientos de barrios marginados en la periferia de casi todas las ciudades del país
es la mejor muestra del precio que la sociedad dominicana ha tenido que pagar por su revolución capitalista.


Una parte de los dominicanos que no tuvieron la oportunidad de
realizar sus aspiraciones en el país se fue al extranjero y sigue yéndose continuamente, algunos de ellos corriendo grandes riesgos como es el caso de los dominicanos que se aventuran a cruzar en pequeños
botes el Canal de la Mona para llegar ilegalmente a Puerto Rico.
Como hemos visto, la mayor parte de los emigrantes se marchó a
los Estados Unidos, mientras otros se han ido a Venezuela, España,
Suiza, Holanda, y hasta Haití, creando al mismo tiempo numerosos
vacíos laborales en las ciudades y campos del país que desde hace
años vienen siendo llenados por inmigrantes haitianos.
Hace apenas veinte años los haitianos sólo trabajaban como
braceros en los bateyes de los ingenios azucareros, pero a medida
que los dominicanos han ido abandonando determinados sectores
laborales, los haitianos han ido ocupando esas posiciones y hoy, en
1999, es frecuente encontrarlos en los campos recogiendo café y
tabaco, cuidando ganado y cortando arroz, en las ciudades trabajando en las obras de construcción públicas y privadas, y en los
centros turísticos laborando como jardineros. Muchos inmigrantes haitianos con cierto nivel educativo han optado por instalar
negocios propios y se les ve en las ciudades trabajando como buhoneros y artesanos, y hasta como vendedores de obras de arte.

Tal como hacen los haitianos, la emigración ha sido una de las
estrategias de supervivencia puestas en prácticas por muchos dominicanos para hacer frente a su incapacidad de incorporarse a
la producción de bienes en una sociedad más urbanizada e industrializada. La exportación de dominicanos se ha convertido en
un renglón importante de ingresos para el país, ya que muchos de
ellos envían remesas a sus familiares residentes en el país, y al
tiempo ha servido de descarga de tensiones sociales en los campos y barrios marginados de la misma manera que ocurrió con la ción tradicional de mano de obra calificada hacia los centros industriales de los Estados Unidos.
Desalentados por la falta de respuestas a sus necesidades materiales, muchos miles de dominicanos han vuelto su mirada hacia la
religión y se observa un intenso proceso de conversión cristiana
en amplios segmentos de la población que buscan consuelo en el
más allá a sus males y necesidades de este mundo.
Muchas familias católicas han reforzado sus creencias y sus prácticas, pero muchas otras han encontrado respuestas más convincentes en las iglesias protestantes y en otras religiones. La rápida
expansión del protestantismo y las religiones alternativas es otro
de los fenómenos que marcan la nueva sociedad dominicana a finales del siglo 20.
Las razones de este hecho son muchas y complejas, pero independientemente de las creencias y de los modos individuales de
conversión no es difícil detectar un visible desencanto entre muchos fieles católicos muy parecido al ocurrido en otros países de
América Latina, como Brasil y Guatemala, por ejemplo, en los
cuales el protestantismo y otras sectas no católicas ofrecen nuevas
opciones religiosas.
La industrialización, la urbanización, el avance de las comunicaciones, la afluencia de ideas y tecnologías nuevas, el aumento de
los viajes internacionales, el turismo, la migración de retorno y la
influencia continua de modos de vida de sociedades industrializadas más modernas a través del cine, la radio y la televisión, han
producido un proceso de secularización en la vida dominicana que
ha afectado mucho la vida religiosa.


Prácticamente de ayer eran las gigantescas procesiones de Semana Santa o los peregrinajes religiosos a Higüey o hacia Santo
Cerro, en La Vega, que concentraban decenas de miles de hombres, mujeres y niños procedentes de todas partes del país y que
demostraban la influencia casi total de la Iglesia Católica en la
vida y en el pensamiento dominicanos.
Por un tiempo la Iglesia Católica reinó sola en la República
Dominicana y su influencia fue incontestable, pero los cambios
económicos y sociales que han tenido lugar en el país le han restado capacidad para reclamar el monopolio de la fe cristiana entre
los creyentes, y hoy tiene que compartir el espacio con otras religiones de rápido crecimiento en la población dominicana.



Una de las transformaciones más notables que ha visto el país
ha sido la crisis de la plantación azucarera, no tanto porque el azú-
car haya dejado de ser buen negocio, como por el colapso de las
plantaciones estatales que producían más del 60 por ciento del
azúcar del país.
Un solo dato muestra la dimensión del colapso de las plantaciones estatales: en 1986 el Consejo Estatal del Azúcar produjo
830,000 toneladas de dulce, en tanto que la zafra de 1999-2000
apenas está proyectada para producir 80,000 toneladas, esto es,
menos del 10 por ciento.
Al quebrar los ingenios del Estado, sus tierras han sido utilizadas
para diversos fines poniendo fin al régimen de plantaciones en determinadas zonas del país. En Esperanza y Mao, por ejemplo, las antiguas
tierras cañeras, ahora son cultivadas de arroz, plátanos, bananos y otras
plantas alimenticias. En Puerto Plata algunas tierras cañeras están siendo destinadas a proyectos turísticos, en tanto que en Villa Altagracia.

las tierras cañeras han sido reconvertidas, primero, a plantaciones de
piña, y más recientemente a plantaciones de naranjas, a haciendas
ganaderas y a proyectos campesinos de la reforma agraria estatal.
Las plantaciones periféricas a la ciudad de Santo Domingo han
sufrido un intenso proceso de captación por parte de distintos grupos urbanos. El Estado mismo ha favorecido el desmantelamiento
de estas plantaciones utilizando terrenos para urbanizaciones y
ensanches, o entregando esas tierras a acreedores del Estado para
el desarrollo de proyectos urbanísticos.
Aun cuando otras compañías siguen produciendo azúcar, este
producto hace ya tiempo que dejó de tener la importancia estraté-
gica de antaño. Durante la década de los años sesenta, el azúcar era
el principal producto de exportación del país y, por ende, el principal productor de divisas para financiar importaciones. En los últimos treinta años del siglo, el azúcar como productor de divisas fue
sustituido por los negocios del turismo, por las exportaciones generadas en las zonas francas industriales y por las remesas de dólares enviadas por los emigrantes dominicanos.
La plantación sigue siendo un sistema agrícola de gran peso en
la vida económica dominicana, pero la crisis de las plantaciones
azucareras del Estado está limitando su importancia, aun cuando
nuevas plantaciones de cítricos, piñas, bananos, tomates, mangos
y aguacates hayan sido o estén siendo desarrolladas.


Paradójicamente, aun cuando la plantación ha seguido extendiendo su territorio en todo el país, compitiendo en importancia
económica con el conuco y hato ganadero, su gravitación social en
la vida dominicana es cada vez menor. Las razones son múltiples, pero entre ellas pueden señalarse como más importantes, primero,
el hecho de que las plantaciones sólo ofrecen empleo a una parte
muy pequeña de la población dominicana y, segundo, repetimos, a
que ya han dejado de ser las principales generadoras de divisas.
Los dueños de las plantaciones, sin embargo, siguen siendo actores importantes en la sociedad dominicana y algunos pertenecen a
poderosos grupos de poder económico con gran influencia política y
fuerte capacidad de decisión. Las plantaciones tienen ahora que compartir su espacio en el escenario nacional con nuevas estructuras
productivas del sector turístico, de las zonas francas, de la agroindustria, de la industria de sustitución de importaciones, del transporte, de la empresa editorial y de las telecomunicaciones.
Sin dejar de depender de los productos de las plantaciones que
se desarrollaron a finales del siglo 19 y principios del 20, la economía dominicana marcha hoy por caminos que apuntan hacia una
nueva sociedad ya prefigurada en los cambios que hemos descrito
anteriormente.


Los contrastes entre la sociedad tradicional dominicana de principios de siglo con la actual no podrían ser más evidentes. La antigua sociedad campesina no ha desaparecido del todo, pero se ha
modernizado. Los caminos y callejones que antes trillaban las recuas ahora son carreteras asfaltadas con puentes por las que cruzan
miles de vehículos de todo tipo.
El burro y el caballo han ido cayendo en desuso, y su lugar ha
sido ocupado por las camionetas, las jeepetas y las motocicletas.
Los animales de carga se siguen utilizando todavía en regiones remotas, en las montañas y en algunas fincas de difícil acceso, pero
la tendencia es hacia el uso de vehículos de motor, entre los que la
camioneta y la motocicleta dominan los caminos rurales.


Estos caminos se han transformado completamente y distan mucho de aquellos que transitó Tulio Cestero en su viaje al Cibao en el
verano de 1900. La antigua carretera Duarte, construida por los norteamericanos a principios del siglo, fue convertida en una autopistade cemento a mediados de los años cincuenta, lo cual facilitó viajar
de Santo Domingo a Santiago en menos de dos horas.
Esta autopista se deterioró hasta hacerse casi intransitable entre
1966 y 1982, y los viajes entre estas ciudades volvieron a retrasarse
hasta casi cuatro horas, pero a partir de 1984 fue reconstruida enteramente y pavimentada en asfalto, y ya en 1986 había recuperado su función original. Diez años más tarde, entre 1995 y 1997, fue
modernizada y ampliada a cuatro carriles, permitiendo el tráfico a
mayores velocidades que antes.
La modernización de la autopista Duarte ha contribuido a la
aceleración del comercio y otras actividades económicas del país.
Aun cuando en la actualidad muchas carreteras están deterioradas por falta de mantenimiento, la red de carreteras y caminos vecinales del país cubre gran parte del territorio nacional y
permite sacar los frutos del campo en vehículos motorizados o
llevar a lugares apartados las mercancías y productos industriales de las ciudades.
Cuando Trujillo fue ajusticiado en 1961, la red de carreteras
dejada por los norteamericanos había crecido considerablemente,
y su longitud sumaba 10,500 kilómetros, pero todavía carecía de
suficientes caminos vecinales. La construcción de carreteras nuevas y caminos vecinales fue uno de los principales esfuerzos del
Estado a partir de 1966, de tal manera que para 1978 la longitud de
la red de carreteras había aumentado a 12,000 kilómetros. Esa red
continuó aumentando en los últimos veinte años del siglo 20 hasta sobrepasar hoy los 14,000 kilómetros, haciendo del país el sexto
territorio de mayor densidad vial en América Latina.

La existencia de esta extendida red de carreteras y caminos
vecinales ha estimulado la creación de toda una industria nacional del transporte motorizado, y ha estimulado la movilidad de la
población. Hace apenas treinta años el transporte de pasajeros
de un pueblo a otro se realizaba por medio de carros públicos
operados por sus propios dueños. En algunos casos, como en Santiago, Higüey y Azua, esos choferes-propietarios estaban asociados en cooperativas o companías como la famosa Línea Duarte,
pero en la mayoría de los casos los carros eran operados individualmente por sus dueños.


En los pueblos más grandes había dos o tres carros que transportaban pasajeros hacia la capital, y una o dos docenas de vehículos
que manejaban el tránsito de un pueblo a otro en la misma región.
En los últimos 25 años del siglo, aprovechando la construcción y
el mejoramiento de las carreteras y caminos vecinales, la industria
del transporte interubano ha crecido considerablemente y ha permitido la introducción de todo tipo de vehículos. Hoy las carreteras se ven densamente transitadas por carros, camiones, patanas,
camionetas, autobuses de gran tamaño, «guaguas» y «voladoras»,
jeepetas y motocicletas de todas las marcas y tamaños.
Las comunicaciones han cambiado radicalmente. Las antiguas
postas de correo que llevaban la correspondencia a lomo de mulo
entre un pueblo y otro, o los telegramas enviados en clave morse
por vía alámbrica o inalámbrica, hace ya mucho tiempo quedaron
obsoletos debido a la penetración y difusión del teléfono, el fax y,
más recientemente, de los teléfonos celulares y el correo electró-
nico a través del internet.
La explosión de la telefonía ha acelerado el proceso de modernización de país. Una sola de las cuatro compañías de comunicaciones telefónicas existentes en el país, Codetel, tenía registrados más
de 700,000 clientes en 1998, al tiempo que había en el país más de
207,000 unidades celulares en hogares y negocios en ese mismo año,
casi la mitad de las cuales habían sido instaladas por esta compañía.
Estas cifras contrastan mucho con las existentes en 1986 cuando sólo había 253,489 teléfonos en el país y todavía los celulares
era objetos de uso limitado a los organismos de seguridad del Estado o a una pequeñísima élite de empresarios y profesionales.


La telefonía ha acercado la distancia entre los pueblos, y entre éstos y los campos, y ha acelerado la marcha de los negocios en una
época de grandes transformaciones económicas. Estas transformaciones son profundas y radicales pues no sólo han servido para completar
la integración del país que se inició con la construcción de las carreteras y ferrocarriles, sino también para incorporar plenamente a la República Dominicana a una economía planetaria en expansión.
Como se ve, el país ha cambiado mucho desde que Tulio Cestero se aventuró a viajar al Cibao montado a caballo a principios de
agosto del año 1900.






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